La carta sin remitente

Recibí un sobre escrito a mano y sin sello. Su único contenido: dos entradas para la obra de Fernando Carrasco

07 mar 2018 / 08:00 h - Actualizado: 07 mar 2018 / 10:14 h.
"Cofradías"
  • La carta sin remitente

Debo reconocer que me congratula y llena de gozo tomar en mis manos, durante el tiempo de Cuaresma, libros de temática cofrade, algunos novedosos, otros clásicos e incluso aquellos que, olvidados, surgen del ostracismo que mi librería les deniega. Su lectura me enseña y también rescata del recuerdo matices olvidados, que se vuelven a hacer presentes. Junto a la letra, no falta la música. Aún suenan en mi tocadiscos los vinilos que guardo con esmero desde tiempos arcaicos. No hay dos sin tres y los medios audiovisuales ayudan, no podemos dudarlo, a soportar la espera. Entre ellos incluyo el teatro.

Hace unos días, llegó a mi casa una carta sin remite. No estaba sellada. Escrita a mano, en su anverso se leía mi nombre y mi dirección, todo un enigma. Decidí, movido por la curiosidad, abrir el sobre y, cuál fue mi sorpresa al comprobar que su contenido eran dos entradas para una función de teatro. Al leer el título de la obra, no pude evitar que vinieran a mi memoria recuerdos en cierto modo lejanos, recuerdos de aprendizaje, de iniciación, recuerdos de hechos que me han ayudado, y mucho, a llegar a escribir siguiendo ciertas líneas básicas. Pero, entre los recuerdos, era inevitable no penetrar en los secretos de la trama de la obra que se interpretaría en unos días, y que me cautivó desde la primera página del libro en el que aquella bebía. De pronto me transporté, por arte de magia, al taller de Martínez Montañés, en los aledaños de la Magdalena, en la calle de la Muela, sin duda el más conocido entre los presentes en Sevilla en aquellos años convulsos en los que la peste azotaba en oleadas a la indefensa población sevillana. El olor a serrín, a pintura, a metal, me hacían sentirme espectador de excepción de una época que conocía bien a través de los escritos pero que, sin embargo, me planteaba más incógnitas que soluciones al intentar responder las preguntas que acudían a mi mente sin cesar. De aquel taller de imaginería y trabajos varios me trasladé, sin poder evitarlo al cobijo de las sombras del pequeño estudio que el discípulo había adquirido a la vera de San Martín, discípulo que quizás llegara a superar al maestro provocando los celos de aquel que era considerado el mejor de los escultores de su época. Me convertí entonces en un espectro con los sentidos alerta y, sin ser visto ejercí de invitado de piedra en escenas que aún no he podido olvidar. De ese modo contemplé cómo Juan de Mesa y Velasco era requerido, casi en secreto, a tallar el que sería conocido a la postre como el Señor de Sevilla, obra que fue atribuida a su maestro hasta que su verdadera autoría se desvelara en 1930. Lejos del dato histórico, permanecía allí, en penumbra, a la luz de velas desgastadas de tanto llorar cera observando cómo aquel bloque de madera iba adquiriendo, a base de certeros golpes de gubia, las líneas maestras del rostro del mismo Dios hecho hombre. Pasé jornadas espiando el proceder del virtuoso talento en un estado de intemporalidad onírica, y de ese modo fui partícipe anónimo del guion de unos hechos que terminarían siendo plasmados en tinta para deleite de todos cuantos quisieran disfrutar de la lectura del libro en el que se basaría la obra, el drama, el sueño al que fui invitado.

Volví la mirada al sobre y tomé entre mis dedos temblorosos las dos entradas, se supone que una de ellas destinada a mi esposa, leí de nuevo la frase impresa en cada una de ellas: «Una obra basada en la novela homónima de Fernando Carrasco», y sentí de veras no poder sentarme a su lado para que me instruyera en los matices de aquella representación que pudiesen calar en su ánimo y así aprender, de nuevo, de sus sabios consejos, conjeturas y objeciones.

Me fui relajando y retrocedí en el tiempo, justo cuando coincidí con el autor en la Feria del Libro de Sevilla. Yo me sentaba a su lado bajo el techo de la misma caseta. Mi novela, obra prima ambiciosa con muchas cosas por demostrar, rivalizaba con El hombre que esculpió a Dios, por entonces en su cuarta edición. Por cada libro en el que estampaba mi firma, él lo hacía hasta seis veces en otros tantos de los suyos, y me calmaba los celos argumentando que él tenía años, amigos y compromisos que ya me llegarían con el tiempo. Por mi parte, callaba y observaba, sin duda la mejor manera de aprender. Fue la primera vez que coincidimos, pero no la última. Desde entonces nos dedicábamos un apretón de manos y un rato de charla en distintos eventos. Su pericia me había obligado incluso a leer su columna taurina, aun cuando no fuese aquel un tema que me apasionara; también me hice con un ejemplar de El ultimo imán de Ishbiliya o de INRI, ejemplares que guardo con su rúbrica llena de cariño y respeto.

Abrí los ojos. Estos se habían cerrado para favorecer el trajín de recuerdos que se agolpaban en mi mente. De vuelta a ese estado de vigilia que sucede al de letargo, y con él un nuevo destello de realidad, recordé, esta vez en forma de noticia, la trágica despedida del veterano periodista el mismo día en que acudía al estreno de la obra a la que había sido invitado. Una mezcla de tristeza y alegría arañaba mis ojos, engañando a los sentidos: la pérdida del maestro y la vida de su obra, qué ironías pueden darse cita en un mismo instante. Decidí devolver las entradas al sobre, que fue de nuevo sellado y custodiado en el bolsillo interior de mi chaqueta. Mi mujer aceptó gustosa la invitación (le había encantado la novela), quizás creyendo que yo mismo me había encargado de conseguir las entradas; tampoco quise contarle la extraña procedencia de las mismas: a nadie podía agradecerle el presente.

Llegó el día de la función. Reconozco que me encontraba nervioso y no sabía explicar el porqué de tal estado. La cola avanzaba con parsimonia; acercándonos a la puerta del teatro, procedí a echar mano al sobre y, con sumo cuidado, extraje las dos entradas que entregué al revisor. Mientras este procedía a troquelar cada una de ellas, me indicó que se me había caído un papel al suelo. Extrañado, me agaché y tomé la hoja de papel que, al parecer, y sin que me hubiese dado cuenta, se encontraba cobijada en el interior del misterioso sobre. Parado, sin reaccionar a los estímulos que me rodeaban, procedía a leer el contenido de la misiva:

«Estimado Javier, es el momento de que tomes la alternativa. Recuerda cuanto te dije aquel día. Ese día ha llegado. Disfruta de la función como no pude hacerlo yo mismo el día que terminé conociendo al modelo original, el que posó en sueños ante Juan de Mesa para dicha de las generaciones posteriores. Es verdad que Juan de Mesa esculpió al mismo Dios y tú, joven amigo, serás el encargado de encontrar los fallos que yo pudiera haber cometido y narrarlos como me han dicho por aquí que serías capaz de hacerlo. No te preocupes, el Señor me ha prometido que te ayudará. Por cierto, disfruta con Rosa, tu mujer, de la representación. Firmado: Fernando Carrasco».

Mi mujer me miraba sin comprender los motivos de mi zozobra y, sobre todo, las lágrimas que surcaban mis mejillas. Procedí a guardar tan valioso documento en el bolsillo, tomé las entradas y me dispuse a tomar asiento en primera fila.

Cada frase, cada quiebro, cada gesto de los actores eran los que Fernando quiso que fuesen. Cuánta verdad escondían sus palabras?

No hubo fallos que apuntar, pero desde aquel día dedico una hora al día a perfeccionar mi modo de escribir pues no quiero faltar a mi promesa.

He terminado hoy con mis tareas, los niños se han ido a la cama y mi mujer ha cerrado los ojos acomodada en mi hombro. Es por ello que he tomado papel y lápiz y me dispongo a manchar el papel con mi caligrafía. Espero que Fernando guíe mis manos en este menester:

«Habiendo Dios sido esculpido por el muchacho, quiso Aquel que se guardase el secreto de su autoría, pues con el paso de los siglos, en sus planes estaba mostrar al mundo la maestría de Juan de Mesa y Velasco, Su hijo, a todos los sevillanos, a todos los hombres?».

A Fernando Carrasco. In memoriam. Gracias, maestro