La Semana Santa llega con brillantez a cuartos de final

Las que entran por las que salen: mientras la autovía de Huelva se pone hasta la colcha, el AVE trae a media España a ver procesiones

13 abr 2017 / 19:31 h - Actualizado: 14 abr 2017 / 00:14 h.
"Jueves Santo","Semana Santa 2017"
  • La estación de Santa Justa no deja de recibir visitantes que esperan vivir intensamente los últimos días de la Semana Santa. / Jesús Barrera
    La estación de Santa Justa no deja de recibir visitantes que esperan vivir intensamente los últimos días de la Semana Santa. / Jesús Barrera
  • Mantillas y chaquetas desde un balcón por Monte-Sión. / Manuel Gómez
    Mantillas y chaquetas desde un balcón por Monte-Sión. / Manuel Gómez
  • Las mujeres sevillanas volvieron a hacerse eco de la tradición. / Teresa Roca
    Las mujeres sevillanas volvieron a hacerse eco de la tradición. / Teresa Roca
  • Los más previsores esperan sentados la llegada de las procesiones. / Jesús Barrera
    Los más previsores esperan sentados la llegada de las procesiones. / Jesús Barrera

Plaza del Rialto, hora del café. Un niño chinito graciosísimo va tocando su tambor de juguete y una señora que pasa exclama, con manos de saetera y escalofrío de ídem: «¡Ay, que me lo como!». No es un piropo: es homicidio en grado de tentativa. Porque en Sevilla la gente sale básicamente a comer. A ser posible, en manada. Si se entera la Policía Local de cómo están los poyetes del Cristo de Burgos, que se vienen abajo de gente con vasitos de helado, los afora. Mientras tanto, en los veladores de un restaurante cercano, indiferente a la hora, una señora urge a la camarera a que despache a sus churumbeles unos buenos platos de hamburguesas «con muchas papas, ¿eh? Que a ellos, las papas...». Todo se vuelve chascar. Sevilla tiene los títulos de mariana, heroica, invicta, noble y leal, pero le falta el de tragaldabas. Y el de muy sorda.

–Papá –dice un chiquillo, viendo pasar la procesión.

–...

–Papáaaa.

–...

–¡Papáaaaaaaaa! –insiste, dándole tirones del faldón de la chaqueta.

–¿Qué quieres, hijo, que eres muy pesado?

–¿Ahora qué hago con todas las estampitas que me han dado?

El padre lo mira como si un besugo con levita y bombín le hubiese preguntado la hora. Tras el estupor inicial, señala al nazareno que lleva el libro de reglas.

-Mira, ¿tú ves a ese?

–Sí.

–Pues dile que te dé el álbum ese que lleva y las pegas.

Para entonces, hace ya tiempo que el chinito sonriente del tambor, tras escapar ileso del primer amago de canibalismo, ha sido engullido con toda su familia por la efervescente muchedumbre atiborrada de grasas saturadas. La Encarnación es ya un apelotonamiento puro. No importa que por la mañana la autopista de Huelva se pusiera de coches camino de Matalascañas como las de las películas americanas de catástrofes: el núcleo duro está todo aquí encorbatado hasta los dientes. Más los recién llegados, que son legión.

Mientras fuera la brisa fresca disimula con su cordialidad lisonjera los malos modales del sol de Sevilla, dentro es otra cosa. Las cristaleras grises de Santa Justa crean la ficción de un nublado y poco a poco, bajo esa carpa imaginaria, la cada vez menos flamante estación central hispalense va adquiriendo esa pringosa pátina ferroviaria que va asociada al recuerdo de los viejos trenes, de aquellas antiguas moles de ladrillo y forja que los acogían, donde se arracimaba el lumpen, tronaban las voces y los pitidos, se desparramaban los borrachos y viejos mozos de carga con chaquetas dos tallas más grandes y un pitillo en la oreja arrastraban los equipajes sin ruedas por dos duros. Aquí, como en aquellas de San Bernardo y Plaza de Armas, todo es un eco trepidante y desangelado que cuenta historias de tránsito. Una familia de padres espigados y con tres o cuatro niños habla bajito y los nativos sevillanos –que son más de gritarse las cosas a la cara para que quede claro– los miran con recelo, hasta que comprenden que son franceses. Un hombre de mediana edad con su maletita mira el panel de salidas como si se tratara de la piedra de Rosetta, como los monicacos de 2001 investigaban el monolito. A diferencia de los homínidos, este caballero no acabó chuperreteando el luminoso, pero lo habría hecho sin duda si no llega a intervenir un espontáneo para explicarle a qué vía se tenía que dirigir. Pasan dos japonesas flamantes y con gorras que se desenvuelven con el desparpajo y la desfachatez característicos de la juventud. Y cada diez minutos, se abren las puertas automáticas de los andenes del AVE y escupen al vestíbulo a trescientos forasteros ansiosos, con cara de no querer perderse nada, cargados de mochilas y de niños porculeros, que son la sal de todos los viajes. Es la sagrada entrada en la Jerusalén sevillana, a la que solo le falta el borrico. Al menos, en algún caso.

Se anuncian trenes de Madrid, Valencia, Almería y Granada, Cáceres y Mérida, y pese a lo festivo del día el lugar tiene trajín de laborable en un foro romano. Las tiendecitas están todas abiertas, y manojos de sevillanos acuden a recoger a sus visitantes en uno de los dos grandes reencuentros –junto con la Navidad– que propicia el calendario. Lo que no hay son ejecutivos altos (esos son los que empetaban la autovía de Huelva por la mañana, que estarán ahora en la playa escuchando las olas del mar en el móvil). Y así está el ambiente en Santa Justa un Jueves Santo. A ver si ahora, cuando vuelvan las vacas gordas, convocan oposiciones para cubrir las plazas vacantes de figurantes en bermudas, que es una carencia que ninguna democracia sana se puede permitir en sus estaciones de tren. Los poquitos que hay son auténticos. Naturales. Bio. Artesanos, que se dice ahora.

Ojo que hay bulla en la puerta: manifa del personal de Renfe convocada por los sindicatos con ocasión de la huelga que expira –verbo muy a la sazón– el sábado. Van repartiendo octavillas a los que se han bajado del AVE animándolos a que pidan el reintegro de casi todo el importe de sus billetes, a lo que tienen derecho –explican– por carencia de tripulantes en el trayecto: servicio de restauración (50 por ciento de indemnización) y de cafetería (25 por ciento) y falta de vídeos y audios (15 por ciento). La gente comprende de golpe que venir a Sevilla en Semana Santa en alta velocidad les va a salir casi gratis, así que corretean entonando loores y alabanzas camino de la freiduría más próxima, con la esperanza de que les hagan descuento también por razones similares. No ayuda al restablecimiento de la paz social el que las carteleras de la estación anuncien el estreno de El bebé jefazo. Todavía si fuese El bebé liberado sindical...

La tarde se presenta ingente de público pero tranquila de ánimo, como corresponde al comienzo de los epílogos. Empieza el corazón a sentir la nostalgia de lo presente, que es una emoción muy cofradiera y futbolera también.

–En serio, es como la pena que me entra cuando en los Mundiales llegan a cuartos de final –comenta emocionado un señor mientras pasan los nazarenos de la Exaltación–, que ya casi todos los equipos están en sus casas de vuelta. ¡Una sensación de que se está acabando...!

–Ahora es igual –concede el interlocutor–. Ya, la mayoría de los pasos están desmontados y las imágenes en sus capillas.

Chúpate esa, Jueves Santo. Poco a poco se va consumiendo la belleza en su propia llama. Refresca al fin. Sevilla recobra la paz de sus mejores tardes de pueblo. Sí, ciertamente es un día de playa: dan ganas de plantarse en la orilla de una procesión como quien se mete en el agua hasta los tobillos, juntar las manos a la espalda y dejar que la mirada se pierda hacia los vapores del horizonte sin preguntar, sin pretender adelantarse al instante, tras el que solo hay pérdida. Las fotos sí que saben, que lo guardan todo en un simple momento, para los restos. Lo que hace mágicas las fotos es que son el presente eterno. El equipaje de una vida cabe en una foto. Pero da igual decirlo o no: Sevilla está muy, muy sorda.