La vida es eso que pasa en un tapón

Carritos de bebé, sillitas plegables e insolencia: la Santísima Trinidad que deconstruye el día que Sevilla se convierte en Jerusalén

09 abr 2017 / 23:57 h - Actualizado: 10 abr 2017 / 00:18 h.
"Domingo de Ramos","Pregón de la Semana Santa 2017"
  • El público se apila en una bocacalle al paso de la Virgen de San Roque / J. Barrera
    El público se apila en una bocacalle al paso de la Virgen de San Roque / J. Barrera
  • La vida es eso que pasa en un tapón
  • Nazarenos y acólito de la Paz. / R. Avilés
    Nazarenos y acólito de la Paz. / R. Avilés
  • La venta de helados se disparó. / J. Barrera
    La venta de helados se disparó. / J. Barrera

Ahí queó. Una familia endomingada hasta los dientes frena en seco. El padre, hombre de mediana edad, señala diligente con su índice y alerta de lo conveniente del rincón: un enorme plátano de sombra se gana el jornal proyectando su apellido. La zona es –era, porque aquello se colma a velocidad de paso mudá- medianamente amplia y una cruz de guía asoma por la esquina. Pararse así. El imperativo del patriarca capataz desencadena una maniobra orquestada. La prole, dos zagales vivarachos, desvainan con energía hasta cuatro sillitas -así trabajan las cuadrillas buenas- y, de repente, se levanta como por arte de magia toda una carrera oficial alternativa. O mejor dicho, pirata, hablemos en plata. Antes que un tropel de nazarenos blancos dominen la Plaza Nueva, los Rodríguez –por nombrarlos de alguna forma- ya defienden con caras largas sus dos metros cuadrados de palquillo improvisado. «Oiga, por favor, que llevamos aquí dos horas para ver la Paz». Y para hacer más suyo que de nadie el cercadito, empiezan a engullir pipas como si no hubiera un mañana. Las cáscaras, eso sí, que las recoja Lipasam. Que pa’ eso está.

La dictadura de las sillitas es posiblemente, con permiso del tráfico descontrolado de carritos de bebés en mitad de bullas o de las hordas de jóvenes bebiendo a mansalva macetas rebosantes de cubata, el –des- calificativo más idóneo que año a año se gana el arranque de la Semana Santa. Una lástima, pardiez. «A mí antes me gustaba el Domingo de Ramos, pero ya se están pasando» me comentaba con cierta resignación hace apenas unos días un amigo. «Se ha puesto imposible». Se refería, bien sabe Dios, a los referidos fenómenos, que junto a uno más azaroso y ajeno a lo humano que tiene que ver con la atmósfera y que este año sobrevino en forma de sofocante calor, forman una suerte de ecuación que da por resultado algo sinónimo a la deconstrucción. Estamos, mal que nos pese, en plena era del exterminio de algo que fue insólito.

Por eso, las crónicas oficiales hablarán, hasta la bendita extenuación, de la ciudad en la que luz se abrió para refulgir el rostro del hijo de Dios hecho talla. Del resplandeciente génesis de una nueva Semana Mayor. Glosarán con poética dicción los estrenos, esos inolvidables bamboleos acompasados o la emoción a raudales que sobrevuela en recovecos cofrades. Pero en esta contracrónica cabe contarle al respetable que no todo el monte –más allá del Calvario- es orégano.

La aventura se inició a las 16.30, hora zulú. En el Postigo danzaba con arte el palio calado de la Paz y su simpar manto blanco destellaba luz hasta ser posible apreciar cómo repelía el calor, que sin embargo, caía con virulencia sobre una muchedumbre chorreante de sudor. En el pasaje de los Seises, una auténtica batalla campal: la pugna de si los que querían entrar debían hacerlo antes de los que quería salir corría visos de enquistarse en el nadie pasa y aquí nos espachurramos todos. El cruce de ambos bandos, más ansiosos de ganar su particular batallita que de ver cofradías, tornó en tumulto cuando, para colmo, una señora lanzó su carrito bebé en forma de ariete medieval. Eso sí, queden tranquilos, estaba deshabitado de churumbel. El caso es que aún no se había pedido una venia en Campana en 2017 y Sevilla ya era un mar de bullas.

Partiendo una lanza –no la de Longinos- en favor de sus semejantes, servidor pensó que el calor y las ansias de Semana Santa darían paso a un remanso de cordialidad con la caída de la tarde. Nada más lejos de la realidad. A lo largo del populoso Domingo de Ramos, eran pocos los cruces en el centro en el que no estallaba una trifulca, con juramentos en arameo. Será por aquello de emular el lenguaje de Cristo, amén. La realidad es que no pocas veces la refriega venía causada por el fenómeno narrado al inicio: sillitas portátiles que impiden el paso –y la vida comunitaria-.

Sin embargo, con cada avistamiento de vendedor ambulante de un género ya tan cofrade como el programa de mano, se confirmaba un patrón: ayer, pese al calor, el oriental no hizo el agosto que esperaba. Eso da pie a una hipótesis mascada durante todo el día. La sillita es como la bola de cera, se guarda de un año para otro, e incluso se hereda.

Los 30 gradazos que se llegaron a registrar en la capital mundial del traje de chaqueta –con una innovación entre la juventud, en forma de una suerte de pantalones apretados como para montar a caballo a la par que preparados para la pesca de anfibios- sí que sirvieron para que el quiosquero dibujara en sus pupilas el símbolo del dólar. Volaban los euros a cambio de minibotellitas de agua, refrescos e incluso frigopiés. «No los tendrá en el congelador desde el verano pasado, ¿verdad?».

La misma –buena- suerte corrían esos cientos de miles de improvisados puestos que como el azahar, florecen en tantos zaguanes de la ciudad. Los veladores, a rebosar, y la caterva, traga que te traga cerveza, como si fueran muniqueses en octubre. Dicho sea de paso, toda fórmula para combatir a Don Lorenzo se antojaba escasa. En Plaza Nueva se intuía una cola kilométrica: un grifo de agua potable ejercía de ducha callejera para propios y extraños, lugareños y turistas, chavales y abuelos.

La cola no se repetía, sin embargo, en el parking vigilado de carritos de bebé –he aquí otra vez el artilugio-. Un servicio en el que por un euro –pago voluntario- guarda sillitas de paseo para evitar eso tan molesto de ir atropellando al personal. Pero nada. El aparcamiento estaba semivacío y miles de carritos campaban a sus anchas por calles ridículas en anchura para soportar tal tráfico humano. Y por supuesto, no hablamos del rodado, que aunque todo el centro permanezca cortado, se hace necesario ante cualquier tipo de contingencia, véase ambulancias. Más aún en un día que olía a lipotimias.

Por eso, quizás, hubo que ponerle pequeño cascabel al gato pese a que arreciaran críticas. Mucho se habló en la pasada primavera de medidas como el vallado de sitios clave, la erradicación de cangrejeros –ayer se vieron algunos, aunque lejos del acervo de antaño- o el aforamiento. Esta última, una palabra que el sevillano desconocía hasta que se le ocurría apostarse un Domingo de Ramos cualquiera a eso de las siete y media de la tarde en la Cuesta del Rosario. «Señor, queda usted aforado». No, era esas las formas que usaban los muchos agentes de policía –Nacional y Local- desplegados para desalojar tan cofrade vía, pero cabía la broma y el resultado era similar.

El asunto es que el misterio de la Sagrada Entrada en Jerusalén acababa de revirar hacia su plaza, en recogida, para hacer que desde la oscilante palmera, Zaqueo fuera testigo de la escabechina: en cuestión de minutos, desde Villegas hasta el fin de la cuesta solo se contara una fila –de gente con sillitas a los que nadie les decía nada- en el perfil izquierdo. «¿Y enfrente?» Un cordón de seguridad, que en eso consiste aforar.

Para acabar el día, apagadas las luces de la tarde, cerca de otro punto aforado, otra cuesta, la del Bacalao, se ofrecía un espectáculo lamentable. Una auténtica tribu de adolescentes hacía de la calle por donde habrían de subir Amargura y Amor –ahí es nada- un botedrómo con móviles al aire. Derroche de megas que suben selfis a Instagram y extrema impudicia en el ambiente. No hay mejor -mal- ejemplo: he aquí la deconstrucción de lo insólito.