En cierta playa muy sevillana, cuando llega el fin del verano y la arena recobra su ancho brochazo amarillo sin lunares de sombrillas, los lugareños celebran –hecho el agosto– la vuelta a la tranquilidad con una frase con tela de guasa: «Ya se van los loros y vuelven las gaviotas». Con similar espíritu he escuchado a viejos cofrades que no hay día más bonito en la hermandad que el siguiente a su salida procesional. Cuando se recobra la intimidad de la casa adentro, y se van junto a la bulla, los dueños y quedan los de la sincera fidelidad del día a día. Se entiende por dueños aquellos que aparecen por floración espontánea en las vísperas y toman dominio la mañana de la estación de penitencia. Quizá en su día fueron mucho en la hermandad y se les quedó un tic de mando vitalicio que recobran en esas horas de foco, prensa y lucimiento, de público ante el que pavonearse en nombre de su sonoro apellido o del donativo aquel que todos injustamente olvidaron ya menos él. La medalla al cuello y el escudo de solapa le lucen con un lustre especial. Se mueven nerviosos de columna en columna, se abalanzan como guías de ilustres visitantes haciendo hincapié curiosamente no en el estreno novedoso sino en esa vieja peana que lleva grabado el nombre de un antepasado, y dan apretones de manos y escandalosos abrazos sin dejar viva ninguna autoridad ni personaje destacado. No han de confundirse con los benditos capiroteros sin los cuales la Semana Santa desaparecería por falta de interés, aunque los dueños quizá constituyan la categoría suprema de éstos, con su etiqueta de imprescindibles de rápida caducidad. Forman parte del paisaje variopinto y a mí me inspiran cierta ternura sobre todo cuando me planteo si quizá seré uno de ellos. Al fin y al cabo mañana, cuando la cofradía se remanse en el día después, se desvanecerán sin dejar secuela en su trasparencia irrelevante para los demás hermanos. Y si para algo son útiles es para enaltecer el contraste de ese número bajísimo de la nómina, tan curtido como humilde, tan sabio en su discreción y en su silencio, dueño de verdad de lo que contar y de lo que callar en su infinita memoria, que todos los años, al abrir la Iglesia se queda sentado, semioculto, en un banco desde el que se ven los dos pasos pero apenas se le ve a él, desde donde extiende agradecido y generoso en la intimidad de su alma el título innegable de propiedad de la Fe y la Felicidad que sostiene todo esto.