Los finales más largos

Sin incidentes en la última noche de la Semana Santa de Sevilla, en la que hubo mucha menos gente, menos etiqueta y menos alegría que días atrás. Es lo que tienen las despedidas

15 abr 2017 / 20:59 h - Actualizado: 16 abr 2017 / 11:05 h.
"Cofradías","Sábado Santo","Semana Santa 2017"
  • El misterio de la Piedad de los Servitas avanza por la calle Alcázares. / Jesús Barrera
    El misterio de la Piedad de los Servitas avanza por la calle Alcázares. / Jesús Barrera
  • Dos mujeres ven pasar la Canina del Santo Entierro. / Jesús Barrera
    Dos mujeres ven pasar la Canina del Santo Entierro. / Jesús Barrera
  • El Varón de Dolores de la hermandad del Sol, por San Bernardo. / Jesús Barrera
    El Varón de Dolores de la hermandad del Sol, por San Bernardo. / Jesús Barrera
  • Salida del paso de la Soledad de San Lorenzo. / Teresa Roca
    Salida del paso de la Soledad de San Lorenzo. / Teresa Roca

La noche de los duelos más largos dejó a Sevilla cuadrada para decirle hoy adiós a la Semana Santa, tras un sábado que cumplió con suma dulzura y con arreglo a guion lo que se esperaba del último acto de la fiesta más grande: mucha más paz, muchísima menos gente, menos etiqueta, un calor intenso al comienzo que se volvió brisa fresca en las horas más fúnebres y la sensación opresiva y solemne de los desenlaces irremediables. El público, como si anduviese cansado ya de excesos y de enormidades, tuvo la delicadeza de no estorbarse tanto entre sí como de costumbre, y las esquinas se volvieron más fluidas, los pisotones más corteses y los amasijos menos duraderos. Solo le faltó al Sábado Santo un buen nublado espeso con el que llevarse a la tumba –figuradamente: era día de alegorías– el espíritu atormentado y funesto de la fecha y dejar la ciudad preparada para un Domingo de Resurrección de tinieblas disipadas, geranios rojos, cielos radiantes y siestas largas.

Esa fluidez no solo era una cuestión de espiritualidad, o de pusilanimidad, sino que tenía que ver además con el número y la composición de los cortejos: las cinco procesiones de la jornada reunían, entre todas, 2.500 nazarenos, o sea, mil menos de los que sacó la Macarena por sí sola en la Madrugá de infausto recuerdo. A las cuatro de la tarde, apenas un puñado de paisanos con abanicos recibían a la hermandad del Sol en la Alfalfa conforme subía por Cabeza del Rey Don Pedro; nada que ver con las melés de estos días atrás. Venía el Cristo con una calavera bajo su pie izquierdo... y un chupete junto al derecho, quién sabe si arrojado pretendidamente o caído desde algún balcón con nenes berreantes. Fuese por lo uno o por lo otro, el lote ofrecía una de esas escenas casuales y tremendas que proporciona a raudales el fenómeno cofradiero en Sevilla, a poco que uno se pare a pensarlo.

Que se para, que se para. Porque los sábados santos, por indecorosamente luminosos que se presenten como era el caso, tienen ese no sé qué castellano, valdeslealiano y sic transit gloria mundi que induce a la reflexión. Sobre todo, si se dejan aparcados los Campanilleros y empiezan a aparecer Chopin con sus patillas detrás de los pasos enlutados. Esa escalofriante afición de los Servitas por el pésame en forma de música es una de las pocas cosas que hacen callar a los sevillanos durante un segundo. Qué bien le sienta la noche a esta cofradía y qué sombras tan azules y señoriales las que dejan sus perfiles escurriéndose entre los naranjos por las tapias cercanas a Santa Isabel. Si por la tarde, a la hora del café, las Setas se hacían balcón para verla desde lo alto, plena de luz y de música saliendo de la calle Alcázares a la Encarnación, a partir del crepúsculo la estampa del cortejo cobró su cariz más propio, ese por el que muchas personas se echan a la calle el Sábado Santo en vez de quedarse en casa a olvidar como puedan que esto se ha acabado.

No llevaba ningún estreno la corporación de la Capilla de los Dolores, mientras que los trinitarios iban mostrando más detalles del dorado del paso del crucificado de las Cinco Llagas, aún sin terminar pero ya refulgente en toda su canastilla. Para cuando la última de las dolorosas bajo palio de esta jornada irrumpió en los palcos, acariciada levemente por el último sol intenso que pegaba desde la Plaza Nueva, los bolones de cera de los chiquillos de Sierpes ya iban pareciéndose a la piedra de la que sale huyendo Indiana Jones al comienzo de su primera película. El chiquillerío tomó posesión de las calles y fue la nota alegre del epílogo, como presumiblemente lo será también en la mañana de hoy cuando la Resurrección, con horario retrasado tres horas, desemboque en la Plaza de San Pedro a la hora de comer. Impactante el discurso musical de esta cofradía procedente de María Auxiliadora, con las Cigarreras, las Tres Caídas y la Oliva de Salteras detrás de sus pasos. A la Virgen de la Esperanza, de tantos pétalos rosas como llevaba desde su salida procesional, las flores blancas de los jarrones y del frontal se le habían vuelto como de caramelo. Y claro, como el sol todavía quemaba de costado, los niños seguían pidiendo cera, los nazarenos daban estampitas a manojos y el tísico de las polonesas no andaba por allí ni se le esperaba, el palio entró en la Plaza de San Francisco... con los Campanilleros. Un guiño a la Semana Santa del año que viene, si el terror no se la carga en estos tiempos de tribulación.

Pensamientos turbios y tremendos que la contemplación de la Canina no contribuía a espantar, precisamente, con sus andares de morgue ambulante y su aspecto aterrador. Sentada sobre su bola verde, contrita y en los huesos, la de la guadaña y el dragón se rodeaba de jirones de hiedra y de cardos tronchados para decirle a Sevilla cierto latinajo sobre la muerte que Sevilla directamente deja salir por su otra oreja para que no se le quede en el pensamiento, en esta ciudad anclada en la primavera y en el concepto de la fiesta, que no termina hoy ni mucho menos. Las representaciones de hermandades, que horas antes habían estado apresurándose por las esquinas con sus simpecados para no llegar tarde a la cita en Alfonso XII, vestían de color el tránsito de esta corporación al tiempo que los bronces más severos de la Catedral marcaban los tiempos del recogimiento.

La tarde marchaba a su hora. No había causa alguna para lo contrario. Tampoco se conocían incidencias reseñables, y las procesiones tomaban cada cual su rumbo y su aire. Tras la urna que guarda la muerte vista por Juan de Mesa, el piquete de romanos recordando que los aires festivos y fantásticos de los armaos macarenos ya quedaron atrás, y con su paso militar, su silencio, su escasez, sus yelmos de metal y de cuero y el pilum en ristre, desterraban cualquier emoción que no fuese la de la estricta pasión y muerte, con toda su dureza y su negrura.

No era cosa solo de caninas, de motetes, de hiedras, de polacos tísicos y de legionarios sin medias rosas: hasta las palomas de la Plaza del Salvador, con lo que son ellas de osadas y de jaraneras, lo venían anunciando desde mediodía con sus ojos rojos y sus plumajes grises, salturreando de un lado a otro en busca de cáscaras con pipas por entre los adoquines de los taburetes de las tabernas. También ellas –las palomas, no las tabernas– estaban de duelo, barruntando una despedida, y hablaban entre sí de altramuces y de migas de pescado (o de lo que sea que hablen las palomas en estos casos) con la fingida indiferencia con que quienes están a punto de separarse en un andén hablan de bocadillos de filetes empanados y de rebequitas para cuando refresque. Es la ficticia mundanidad que preludia los adioses. Sevilla no se despide hoy de la Semana Santa, ni lo hizo anoche cuando la Soledad de San Lorenzo pegó el portazo como en la película famosa. Sevilla lleva desde ayer diciendo adiós y todavía no sabe cómo, la muy recalcitrante. Lo hacía en los trémulos andares de la Canina; en las corbatas negras de los soldados con los fusiles a la funerala tras la Virgen de Villaviciosa; en las capas ásperas de los romanos; en los comentarios sucintos e intensos de Víctor García-Rayo asomado a la ventana del Laredo, cuando creía que nadie lo oía; en un guiño llamado Campanilleros; en una petalada de caramelo; en un chupete a los pies de un Cristo que camina entre los vivos y los muertos. Era la última noche sin Dios y se tenía que notar en las calles.

Ni siquiera el cielo reventón que gobernó sobre Sevilla desde la mañana, veteado de blanco por unas nubecillas más galantes que otra cosa, añadió un gramo de alegría al desenlace anunciado. A media tarde y desde la mañana, las mocitas y los mocitos andurreaban por entre las tiendas de Tetuán buscando trapillos de primavera/verano, que es otra forma –indiferente, pero legítima– de prosternarse ante lo efímero, aunque sea mediante estampados, bikinis y sandalias de plataforma. En los veladores de Las Lapas se sentaban una reata de chavales. «¿Qué van a tomar los señores», y ellos: «¡Nada!». Porque desde que se frenó la importación masiva de hostias a tiempo, el único coto vallado que queda es el que pone la municipalidad para que uno se quede parapetado en una bulla. Todos los demás están sin vallar y con los venados saltando.

Vista desde arriba, la cera en las calles es una especie de vía láctea. Dirán los más optimistas que sí, que con ella se señala el camino de la próxima cita con la Cuaresma y la posterior Semana Santa. A partir de hoy, los bares cofradieros ponen en fecha sus contadores y los millones de fotos hechas y de anécdotas vividas alimentarán el mito, la historia, la leyenda y la esperanza de una fiesta que solo puede comprender quien muere un poco, también, con ella. Para resucitar, claro. Que viene la Feria y no es plan.