Meditación del Arenal

Esta tarde sale el Baratillo. Como primera aproximación para intentar definir a esta cofradía yo pondría la pregunta rotunda e inocente con que etiqueta mi hija pequeña: ¿ésta da caramelos? Supongo, con tantos niños.

11 abr 2017 / 21:54 h - Actualizado: 11 abr 2017 / 22:37 h.
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Esta tarde sale el Baratillo. Como primera aproximación para intentar definir a esta cofradía yo pondría la pregunta rotunda e inocente con que etiqueta mi hija pequeña: ¿ésta da caramelos? Supongo, con tantos niños. Y cera. Y estampitas. Y medallitas. Otro día podríamos ahondar en esta curiosa proliferación del ingenuo mercadeo infantil pero ya estoy imaginando la bola de mi hija recién impregnada de los hirvientes rociones añiles regalados por sus nazarenos. Y junto a ella, en menudas fotos o en minúsculos troqueles que rondarán por casa largo tiempo el perfil del Cristo de la Misericordia y los ojos amilanados de la Piedad. La Virgen sin pañuelo. Piedad no tiene pañuelo que por pañuelo Ella tiene la seda de su Hijo muerto.

Decir Baratillo es imaginar la temprana hora de siesta de primavera alterada por ese despertador de redobles que en la arboleda de Adriano busca por las aceras un portal escondido convertido en Capilla y espadaña. Es también decir multitud congregada que viene al duelo de este vecino muerto cuyo féretro de héroe triunfante quieren portar, sin arrancarlo de los brazos de la Madre pero con himnos y gozos de vencedor victorioso pese a las apariencias. Es la fe quien adelanta la convicción de su victoria. Con fiesta de vida en retorno, como pregona la mansedumbre sin violencia de su cuerpo tendido blandamente. Lo dicho. Piedad no tiene pañuelo que por pañuelo Ella tiene su Cristo baratillero, hoja caída de otoño desde el árbol del Madero. Con encajes de tragedia la sangre tiñe sus dedos mientras al Hijo le borda sueños de paz sobre el cuerpo. Como un olvido del alma, palabras mudas del viento sopla que sopla la brisa, ay qué inmóvil su pañuelo.

Quién dijo ni que la muerte exija tristeza, vedlo aquí, ni que en el estruendo de estos hosannas y estas expresiones de aliviadas condolencias –la alegre cofradía– pueda hallarse menos meditación profunda que en el silencio vaticano en el que se expone la Piedad de Miguel Ángel. No es preciso teñir de negro las colas de estos nazarenos ni silenciar las bandas ni expulsar a los niños para que en medio del color y de la luz rebosantes encontremos esas coplas manriqueñas llenas de espiritualidad. Vedlo en el mimo que transmite este paso, en esta Madre con su Hijo. Apenas lo lleva prendido, se le escurre, le da miedo de que Sevilla no alcance la razón de su misterio: para el llanto por Jesús, Jesús mismo es el consuelo. Piel desnuda que la Madre transforma en paño de besos empapándole las lágrimas que le resbalan al pecho. Una cascada dormida parece cuando le vemos.

Miguel Hernández con su Elegía a Ramón Sijé no puso más tragedia de la que aquí se lee entre los candelabros dorados de este altorrelieve del Arenal que deja atrás el sol del río buscando la Magdalena. También de Miguel Hernández es la mística humana que supieron rimar Fernández Andes y Ortega Bru tallando entre ambos, en este conjunto las tres heridas del hombre: la vida, la muerte, el amor. Toda la biografía evangélica de Jesús saltando del púlpito de las Iglesias al lenguaje popular de la procesión. Qué más se puede ambicionar para que su proclamación llegue a todos los rincones y se ponga en lo alto del celemín. ¿Estorban los bordados, los encajes, los andares costaleros? Si todo eso nos estremece de belleza el alma para ablandarla, para abrir nuestros oídos, nuestro entendimiento. Y darnos cuenta que el corazón también oye y la mente también ama. Que se trata de eso, de que razonemos desde el alma no desde los hemisferios cerebrales. Y nos demos cuenta lo que esconde detrás cada detalle. Por ejemplo. Piedad no tiene pañuelo, se lo robaron, yo pienso, los ángeles que en Belén le pintaron este gesto de cuna de su regazo, de niño, nana y lucero. Mismo parto de dolor con distinto sufrimiento, mismo rayo de esperanza para aliviar este duelo, sábanas de hilo mejor traigan para este momento.

Ya vendrá la noche a advertirnos que recojamos este divino simulacro nuevamente en su Capilla. Sin temores, ojo. Sin enclaustramiento que selle su puerta hasta dentro de un año. Sino por eso precisamente, que es a la almendra interior del alma donde nos llama este bando azul, esta diana floreada de rojos claveles que es el Baratillo en la calle el Miércoles Santo, anunciándonos contradictoriamente no una salida procesional sino todo el año entero de contemplación callada que se nos regala en el breve tamaño de su templo... bueno, breve no, que esa es la dimensión de los sagrarios.

Meditación de la Misericordia. ¿Os acordáis de su Besapié en penumbra? Igual ambiente lleva su cofradía en su estación de penitencia solo que creándolo no alrededor de las Imágenes, ahí retumba la llamada de atención del cortejo bullicioso. Sino dentro de nuestro pecho después de su tránsito. Quien así lo viva y lo sienta habrá dado en la clave. Por supuesto. Piedad no tiene pañuelo que los pañuelos son lienzos y lo que estos ojos precisan son traslúcidos espejos copiando de su belleza sus purísimos secretos, su mirada verdadera conteniendo todo el cielo. Solamente Cristo puede convertirse en su pañuelo. Pañuelo como patena donde mostrar el ejemplo de Quien es misericordia hasta su último aliento. De la cabeza a los pies, un horizonte abierto y una mano desprendida para trazar un sendero, la falda de una ladera que baja desde lo eterno.

Más allá de la simple mirada de lo aparente, en la retina más íntima a la que nos remite esta cofradía con su misterio, todo se verá con otros ojos. El brazo derrotado de este Cristo se nos desvelará realmente como el de un pescador en plena faena de echar las redes. Como una escala que baja a nuestra cota para que subamos por ella hasta su rostro. Con cuanta caridad se nos está invitando a trepar por él, dejando previamente en el cuenco de su mano todos nuestros lastres. Y la sábana se nos antojará un mantel que sostiene el pan y el manjar del Cuerpo de Cristo. Y su postura dormida un tobogán que nos precipita en cascada al mar de la Verdad. Y la Cruz colgada de escaleras y sudarios, velas y flechastes, el mástil de una nave donde unirnos todos a su singladura. Y la corona de espinas perdida en el monte un símbolo de todo dolor superado. Y cada guardabrisa un alma recuperada. Y cada saeta un abrazo pródigo. Y cada levantá un cielo más cercano. Es la comunión que ofrecen ángeles toreros revoloteando en el aire, en torno al pedestal del regazo de la Virgen.

Para que al final, a la entrada, tengamos claro el final venturoso de generosidad que el Baratillo nos ponía en bandeja y es fácil de percibir mirando tan solo las manos tan vacías y tan llenas de la Virgen. Piedad, que Tu no tienes pañuelo, ni lágrimas ya, ni tormentos. Piedad que Tu Hijo es el pañuelo que Tu vienes a ofrecernos.