Anda un servidor barruntando que al andoba al que se le ocurrió esto del Martes Santo bocabajo le comían demonios de la niñez. Que tenía ese hombre –podría ser una mujer, pero la verdad es que este mundo cofrade entiende aún poco de paridad, con honrosas excepciones– una espinita bien clavaíta. Como la de un niño nazareno candelario al que sus padres, responsables, sacaban de la fila en el alargue de San Fernando, a las puertas de aquella angosta boca del lobo.

Pues sí. Era ese el resquemor. El de cuando el zagal era año a año apartado del discurrir noctámbulo, incluso algo crápula y terriblemente lóbrego, por un trozo de naturaleza a esas horas muerta, en suelo profano, para más inri extramuros y con el remate de los tomates que daba el atrezzo de los indecorosos litroneros apostados a la caza de la pamplina más gorda. Qué plan.

Este tipo la tenía guardada. No olvidaba que los Jardines de Murillo habían sido durante décadas esa suerte de frontera donde el nazareno blanco cumplía la mayoría de edad. Como la discoteca que te pedía el DNI, el coche que no podías conducir o la niña mayor por la que bebían tus vientos hasta que aparecía el tonto de la moto, que vaya por Dios, también era mayor. Pues sí. Esa espinita era sinónima a estos jardines a los que le colocaban los dos rombos cuando la medianoche derivaba en Miércoles Santo, guardaditos a los hermanos ya crecidos, esos elegidos que podían arrastrar un poco más su penitencia rumbo a San Nicolás, para después fardar media primavera más que ellos, ufanos y arrogantes, sí hicieron entero el recorrido.

El caso, según la caudalosa imaginación del que arriba firma, es que el sujeto del que hablamos se salió con la suya. Porque ahí estaba a las seis y media de la tarde la cruz de guía, marchando jactanciosa entre los parterres bajo la bóveda celeste. Destrozando en mil pedazos lo consuetudinario, eso que dicen ha de ser irrompible y que se afanan en ocultar con el eufemismo impertinente del fue siempre así y no hay que tocarlo, como si las tradiciones no se hubieran creado a partir de un cambio. Paparruchas. Porque la Semana Santa de Sevilla, la más grande que usted ha conocido, ha encontrado una nueva estampa. Y eso, créame, ni es fácil ni ocurre a menudo.

Y así andamos. Pero sea porque alguien más pensó que sería estético ver a Jesús de la Salud por aquí de día, sea por lo novelero que es el personal cuando se acerca la primera gran luna de primavera o sea porque el espacio es amplio y por ende apetecible, no había un solo alfiler más que se pudiera colar en el vergel dedicado a don Bartolomé Esteban Murillo, que dicho sea de paso, celebra este año el hombre sus cuatrocientas castañas. Y lástima que no estuviera allí presente, porque además de antojársele arrancar con una saeta, poco hubiera podido resistirse a retratar al óleo aquel paso de dorado fulgurante que avanzaba paseando al Dios sevillano de túnica tallada, danzante acompasado con las corcheas al aire de las Tres Caídas. Cómo sonaba Dulce Nombre, y cómo era de plástica esa postal casi inenarrable que combinaba nazarenos níveos, semblantes de emoción y Jesús con la cruz al hombro.

Con el sol iba rumbo al cadalso, jugueteando con las almenas que marcan la línea entre Catalina de Ribera y el mismísimo Alcázar, sorprendiendo con destellos que hacían de este oasis urbano un locus amoenus que ni trazado por Garcilaso, era ya la hora hache del día de, y un servidor pisaba el lugar ele. Como Candelaria, la madre apenada, derrochante de comprensión en su rostro de zozobra, que corre desabrida tras su hijo. Palio turquesa y plata, bambalinas al aire, de costero a costero, gustándose en el terreno que domina, el del arte a raudales. Patrona de los parques y jardines, con Juan Espadas, alcalde sevillano en la presidencia y dedicando parte de este paso histórico en el viaje de ida a otra dolorosa, esta de San Julián: Cruz Roja tocaba con gracia el Madre Hiniesta.

Y fue en ese momento cuando un servidor, después de imaginarse la satisfacción del semejante al que se le ocurrió mandar a freir espárragos lo de siempre, recordó a otro hombre. Ese que un día de otoño lo fue el más feliz del mundo bajo el mismo dintel de San Nicolás de Bari, y que esta primavera leerá esta humilde crónica desde el Edén del cielo, ese sitio donde están los buenos.