Hay hermandades que no lo ponen fácil, que parecen huidizas. Pasión es una de las más complicadas. Entiéndaseme bien y no se me malinterprete. Sale a un Salvador absolutamente abarrotado porque, sencillamente, todo el mundo quiere verla. Mantiene su cortejo vecindad con otras muchas corporaciones, El Valle cuyos tres pasos procesionan a pocos metros, una Quinta Angustia que casi transita por los mismos lugares. Casi. Hemos dicho bien. La bulla es sinónimo de Pasión. Por supuesto que también tiene otros muchos sinónimos, más hermosos. Luego hay otro handicap, y ese es irremediable. Su cercanía a la madrugá, a lo que se viene. Por eso, qué injusticia, Nuestra Madre y Señora de la Merced casi procesiona sola –es una exageración, quien escribe es de la tierra– pero esa carrera oficial, tan huérfana, se diría que es inadmisible.

Pero volvamos al principio, Pasión, aunque sea en la lejanía. Es así. Tal que así. Porque Nuestro Padre Jesús de la Pasión reconforta aunque no tengamos patio de butacas para verle. A lo mejor hasta hemos entendido algo, que los asientos más alejados de un escenario se llamen butaca de paraíso. Caramba. Ayer se conmemoró el 150 aniversario de la llegada de la hermandad a la Colegial del Salvador. Quizás por ello todo el mundo quiso apelotonarse allí. Pero solo es una cábala. En la tarde noche del Jueves Santo están quienes quieren estar y quienes acaban de salir a conquistar la anochecida y la madrugá.

Música: no lleva. Y quizás es algo que estamos perdiendo. El silencio, ese que tanto nos cuesta mantener y generar. Qué paradoja que la Primitiva Hermandad de Nazarenos del Silencio lleve música, de capilla, pero música. El Señor de Pasión, obra de Martínez Montañés de 1615, anda, decíamos, en sepulcral silencio. Anda, a paso rápido. Con la misma austeridad que despide cada esquirla de su paso. Y así es como lo vimos marchar, por la calle Cuna, luego por Orfila, de nuevo por Sierpes, ya en la carrera oficial.

4.000 hermanos, 1.400 nazarenos. Pasión suma devociones cada Jueves Santo que pone su cruz de guía en el Salvador. Y en el relato de su gloria por las calles de Sevilla también nos encontramos con los conflictos mundanos. Benito, gaditano, acudió ayer en familia a disfrutar de la jornada de procesiones. No entendió mucho o, quizás, no supo guiarse. «Es indignante, todo está lleno de gente, no se puede andar de la bulla y lo que ustedes llaman carrera oficial es larguísima, solo para los señoritos». ¿Y qué le hacemos Benito? Mire usted al señor de Pasión, que lo tiene ahí delante, y despreocúpese de lo demás. O vuelva usted el año que viene con el GPS del móvil más actualizado. «¿Ese es Pasión? ¿Pero es igual que el Gran Poder, no?» ¡Ay Benito, cuánto te falta por comprender!

Y he aquí que Nuestra Señora de la Merced llega guiada por Antonio Laguillo de Castro y los suyos. Viene con sones fúnebres que marca la Banda de Nuestra Señora de la Oliva de Salteras. Podía haber venido en silencio, como fue durante muchos años. Pero, ¡ay! la democracia, cuando es de la fetén, consiste en respetar –y ejecutar– lo que el pueblo manda, lo que mandaron sus hermanos. Y por eso la dolorosa que tallara en 1966 Sebastián Santos Rojas ya no se funde en el silencio del Jueves Santo.

Y volvemos a la carrera oficial, y nos entristece ver esos palcos de la Plaza de San Francisco vacía. Que cada quien haga con lo que es suyo lo que quiera, se dirá. Y sí, claro. La propiedad privada, esas cosas. Terrenos políticos. Pero qué pena verla marchar tan sola, aunque quizá la música de Chopin, adaptada para banda, la reconforte, a ella y a los afortunados y sabios que se quedaron ayer para contemplarla.