Qué poca gente hay en la guerra

Una tarde hirviente y una noche gélida dejan a la masa humana hecha trizas para afrontar el resto de la semana en estado de semisantidad

26 mar 2018 / 22:06 h - Actualizado: 27 mar 2018 / 00:03 h.
"Semana Santa","Semana Santa 2018"
  • La desigual afluencia de público propició imágenes curiosas en la jornada de Lunes Santo. / Fotos: Diego Arenas
    La desigual afluencia de público propició imágenes curiosas en la jornada de Lunes Santo. / Fotos: Diego Arenas
  • Qué poca gente hay en la guerra
  • Visitantes de todo el mundo llegan a Sevilla estos días.
    Visitantes de todo el mundo llegan a Sevilla estos días.

La de este Lunes Santo ha sido una etapa de montaña. De las duras. Para gente correosa y eso, o como se diga en el argot ciclista. A los escaladores les importó tres pepinos, claro. Ellos, encantados: les pones el Tourmalet y se lo suben silbando por Manolo Marvizón. Pero para el resto de los mortales, los que iban rezongando, esta fecha quedará en la memoria como la de la tarde hirviente y la noche gélida; la de la ingente patulea que dictamina en qué sentido hay que ir por cada calle y a ver quién es el guapo que osa llevarle la contraria a semejante morterá humana; la de la venganza de los sevillanos contra las tres últimas semanas de lluvias, fríos y negruras que los han tenido encerrados en casa y medio llorando. Sí. Lunes Santo: la venganza, sería el título de esta película de acción trepidante que pedía a gritos pasarla delante de El Correo TV con un paquetón de palomitas, porque estar en la calle era aspirar a la santidad.

En cabeza, como ha quedado dicho, los del equipo de Las Veo Todas Siete Veces, Qué Pasa. Uno de sus líderes, que resultó ser un chavalote bien despachado de envoltorio encefálico y con un traje que sin la menor duda le quedaba de escándalo el año pasado, llevaba la voz cantante de su grupo por Zaragoza arriba, para ver San Gonzalo: «Pues yo, Redención la veo siempre por Robles». Redención, dice el colega. Como esos periodistas de la tele que posan ante los espejos y que de pronto comentan que «Hay malestar en Zarzuela» y eso. Cuando una sociedad pierde la educación, la cosa pinta mal. Pero cuando pierde los artículos, el fin de los tiempos está cerca. Aunque ellos preferirán la expresión fin de tiempos, que es más fina y más de la capital.

A ellos todo esto se la trae al pairo porque no les duele nada. Pero las personas normales, esas a media tarde estaban ya todas para acostarse. En la calle Alcaicería, una amplia familia bien elegante y peripuesta se topaba de frente con otra igual de ricamente ataviada y dotada de bolsas de pipas –santo Dios, ¿qué pasa este año con las pipas? ¿Dan indulgencia plenaria a quien se coma siete onzas?–. Y allí, tras un sinfín de palmadas por todas partes, que parecía aquello una jam session de bongos, se establecían fervientes promesas de llamarse unos a otros mañana a primerísima hora, no bien cante el mirlo, para acordar día y hora de esa cita largamente pendiente con la que llevan todos tantísimo tiempo soñando y en la que no hacen más que pensar. Qué bonito final y qué bonita historia para sentarse uno a contársela a sus nietos. A esas horas, por cierto, el único sitio que quedaba libre donde plantar el culo en todo el centro era un cachito de la peana de San Fernando, pero enseguida llegó una paloma. Es la primera vez que se ve en Sevilla a una paloma con media sonrisa. Porque esa es otra, a ver, tema de debate: ¿a nadie más le parece que toda esa ristra de calles repletas de gente tirada por los bordillos, los escalones, los poyetes y las cornisitas de los escaparates ofrecen una pinta menesterosa? Salvo en la Encarnación, je, je. Allí, el lumbreras que diseñó los parterres puso los bordes en pendiente, como toboganes, de tal modo que es imposible sentarse en lo alto sin hacer el ridículo con alguna pose tipo Woody Allen borracho. Por allí en medio, con esas fuerzas que sacan de sabe Dios dónde las gentes con descendencia, una joven madre jugaba con su nazarenito con capa y, mientras le tiraba así de la capa, le decía: «¡Vuela, vuela, Supermáaaaan!». De verdad que si llega a ser la del superhéroe, habría sido para arrancársela al chavalillo y salir volando hacia La Casa del Sofá más próxima.

Por haber, había hasta gente con bufanda. Luego se vería lo oportuno de esa jugada. Pero a la hora del café, sobraba hasta el segundo apellido. Un señor salía de la bulla de San Pablo como si hubiese sido un costalero emergiendo de su trabajadera. Y sin embargo, ¡oh, prodigio!, cada vez había más gente. La guerra, al lado de lo de este lunes en el centro, era un erial. «Pero amoavé, amoavé», exclamaba un muchacho en la esquina de Almirante Apodaca, convocando a sus congéneres a una reprimenda. «Illo, ¿esto no es lo mismo que vimos el año pasado, en el mismo sitio que el año pasado, joé?», y el listillo del grupo le respondía tirando de solemne y emotivo argumentario capillita: «Nunca es igual, chavá. Aunque la veas veinte veces, siempre hay cosas nuevas que apreciar». Cierto. Mayormente, el sofá. O algún sitio donde tomar café en el que para llegar a la barra no sea menester refregarse lúbricamente con la tripulación de un buque corsario buscando pelea.

Tres señoras con toda la cara de estar locas por tomarse una horchata descubrían en la Plaza Nueva un banco milagroso todo él vacío, a excepción de un señor con libreta que andaba tomando notas para su periódico. Y dando vueltas como gatos, cual se se dijese que iban a mullir el hierro colado, acababan por sentarse las tres, envueltas por una nube de eses la mar de bien pronunciadas. «Va a salir Las Aguas», comentaba una de las forasteras, programa en mano, «¿queréis que vayamos a verla», y la que tenía a la derecha le respondía: «Lo mismo, no».

Comenzaba a dar la sombra por las esquinas y el fresco, haciendo honor a su nombre, se entremetía por la ropa, por los cogotes, por las faldas. Se helaban las piernas poco a poco. El cuello empezaba a acordarse con sentida nostalgia de los recientes mimos, del calorcillo del pañuelo, de ese señor que pasaba antes con su bufanda reliada y la gente riéndose de él. Los vellos se ponían de punta y no era de las marchas. Y la gente, que seguía tirada por esta ciudad bordillera y mendicante, se arrebujaba para darse calorcillo porque aún faltaba una hora para que pasara por delante un Cristo. Otra opción habría sido tomar asiento en alguna terraza de bar, pero ojo, que aquí también podría haber un tema para Cuarto Milenio (ya que a los programas cofradieros parece no interesarles la verdad): ¿a nadie más le parece que los veladores los ponen ya con las mismas familias sentadas de un año para otro? En la cafetería Spala de la calle Imagen había un señor que juraría ya había estado allí el Lunes Santo pasado viendo la Redención. O Redención, que es más chic. Es lo que pasa cuando en Semana Santa uno sale por Sevilla no a mirar los pasos, sino a mirar a la gente. Que siempre son los mismos en los mismos sitios. Amoavé qué dice de esto el argumentario capillita.