Un museo, en una definición un poco de andar por casa, no es más que un baúl de cosas y de recuerdos. Unos minutos antes de que la cofradía del Museo iniciara su estación de penitencia, un grupo de sevillanos, en la esquina entre la calle Monsalves y la plaza del Museo, refrescaba aquellos recuerdos que asociaban a la cofradía del Lunes Santo. «De pequeño, la tradición de mi familia era verla de vuelta. Antes de la entrada, Pepe Perejil podía llevarse perfectamente media hora cantándole saetas». «El sitio nuestro era un bar pequeñito que hay en Alfonso XII». Tradiciones que afloran y se avivan cada vez que el Cristo de la Expiración y María Santísima de las Aguas andan por el centro de Sevilla.
Todavía pasaba por la plaza la cofradía de las Penas de San Vicente, así que había tiempo para poner en contexto a la cofradía de la capilla del Museo. La Semana Santa también es eso. Un álbum de memorias, aromas de estaciones de penitencia pasadas que siempre se quedan en el disco duro.
Sin abandonar la calle Monsalves, uno de los costaleros del paso de palio tenía su momento de introspección antes de ponerse debajo del costal. Sus compañeros pasaban en grupo, comentaban los últimos prolegómenos y se relajaban con alguna broma para aliviar la espera. Pero él seguía absorto, miraba al cielo, luego cambiaba el ángulo de visión hacia la plaza. Nada le interrumpía. Era un momento tan especial que la gente que llegaba a la intersección se quedaba un instante pendiente al rato de meditación de ese costalero.
Y a sólo unos metros, en un portal de la calle, otros costaleros daban los últimos remates para dejar lista su indumentaria, se encasquetaban el costal y se apretaban la faja. Una pareja francesa que por allí pasaba se apresuró a preparar la cámara de fotos para guardar la ceremonia.
Recuerdos, introspección y tradición. Tres fundamentos de la Semana Santa que se sucedieron uno detrás de otro en la esquina de la calle Monsalves y la plaza del Museo.
La noche empezaba a caer, cada vez le cuesta más vencer al día, pero la oscuridad es un magnífico aliado para contemplar en todo su esplendor al Cristo de la Expiración. Sevilla ansía ver su último aliento de vida antes de encomendarse a su Padre.
Ese postrero hálito de vida del Cristo del Museo es tan intenso que parece llevarse todo el oxígeno de la plaza del Museo. Que todo el aire sea para él, para darle un tiempo extra de vida, que Sevilla le vea una chicotá todavía entre nosotros.
La Virgen de las Aguas le sigue de cerca. Quiere estar cerca de su hijo antes de que su alma ascienda a los cielos. La banda de música de la Oliva de Salteras pone melodía a su pena, suena majestuosa en la plaza. La dolorosa que imaginó Cristóbal Ramos también parece que pide que llegue cuanto antes la noche. Puede que al tercer día ocurra lo que profetizaba su hijo.