Segunda fase: evidencia

Parece que no, pero es que sí. Ni el regreso de la lluvia y el frío puede ocultar ya lo palpable

14 mar 2017 / 07:55 h - Actualizado: 13 mar 2017 / 20:25 h.
"Cofradías","Cuaresma","Cuaresma 2017"
  • En la hora de empezar a probarse las túnicas en las casas que estrenan nazarenitos. / El Correo
    En la hora de empezar a probarse las túnicas en las casas que estrenan nazarenitos. / El Correo

Son las siete y cinco de la tarde y llueve. A lo lejos, los penachos más altos del parque se mueven al viento como las plumas de los romanos de la Sentencia. Por las esquinas, travieso, el viento va pegando collejas en la nuca a los desabrigados; conviene protegerse el cuello cuando azulean las primeras y traicioneras sombras del crepúsculo de marzo, el caprichoso. La tarde se ha vuelto un trino de pájaro porque, milagrosamente, todavía quedan gorriones. Dentro de un par de generaciones, los cielos solo sonarán a chirrido oxidado de cotorra, esa invasión hortera, verdosa y tropical que ha acabado con la templada y ocre musicalidad de las horas muertas de Sevilla. Antes, en la paz de la siesta, uno se asomaba a un viejo patio sevillano del casco antiguo con el ansia siempre recompensada de escuchar a un canario, una fuente y al señorito tocando el clarinete o el piano en el saloncito azul. Ahora, con las cotorras anidadas por millares en todos los tejados y dando morcilla sin tregua, parece que quien está en el ático es John Bonham, el batería de Led Zeppelin, ensayando entusiasmado con una carrañaca así de gorda.

De las tiendas modernas de ropa sale olor a jabones franceses. Ya queda menos para el cierre y todos los establecimientos, para atraer a la clientela en remojo, se ponen a oler mucho: zapaterías, perfumerías, farmacias, cafés con merendola, papelerías, artículos de sacristía y devoción. Pero esta mañana –quizá por algún espejismo olfativo traído por las nubes–, a lo que olía por todas partes era a mantillo y a cal. Se veía venir: los viveros estaban rebosantes el fin de semana, y los paisanos hacían cola en sus cajas con los carritos llenos de sacos de abono y macetas con albahaca, romero, fresas y margaritas, brillantes enredaderas y hasta pequeños limoneros con idea, seguramente, de colocarse debajo algún día a escribir versos. Una becqueriana mano se asoma siempre a primera hora, uno detrás de otro, a los balcones del hotel de la Plaza de Doña Elvira, reponiendo en sus enganches las macetas de geranios ya regadas, peinadas y sin broza. Deben de haber estado blanqueando por los callejones de Santa Cruz, que bostezaban sin prisa con los primeros compases del día, conforme los cielos comenzaban a cubrirse tras estos días de amenaza veraniega. El barrio entero es –como reza la placa que recuerda a la bienhechora vecina Teresa Nadal– pródigo en cristiano silencio. Hasta los turistas llevan un audífono para que los guías les glosen por lo bajini las maravillas de tal hostería, rincón típico, balcón de palo, recuerdo gitano o murmullo gorrionero en vías de extinción. Reina la calma salvo por lo que hace a los bares y sus preparativos, su arrastrar de mesas y sombrillas y sus vocingleros con carrito, que para algo esto es Sevilla.

La abuela también había estado arreglando los geranios la mañana del día que murió el abuelo, hace ya un montón de cuaresmas. Vigoroso hasta el fin, el pobre había dejado preparadas las escobillas y los cubos de blanquear, porque las casas tienen que estar bonitas para las procesiones. No hay cosa en Sevilla que no recuerde a alguien querido. La repetición es la condena de los aburridos, el placer de los entusiastas... y el martirio de los tristes. Y los gorriones, que también saben abundantemente de este asunto, vuelan ya, como cada anochecer, de vuelta a sus naranjos empapados, que están ya como no pudiendo aguantar por más tiempo el secreto de su olor. ¿De dónde vendrá la voz de ese pavo real? Sevilla esconde un sueño moro en todos sus atardeceres, y apenas ha tenido uno tiempo de darse cuenta de que oscurece cuando empiezan ya a iluminarse los farolillos de las fachadas y de las iglesias con cofradía. Mañana hay colegio, y trabajo, y las familias regresan a casa deprisa con sus niños y sus paraguas, cruzándose con los zangolotinos lánguidos de melenas lacias que vuelven del conservatorio con el contrabajo en la espalda. Mientras, los turistas y los reporteros siguen de paseo mirándolo todo con estupor. Incluso en días así, Sevilla tiene cientos de figurantes del placer haciendo su trabajo, no siempre reconocido ni valorado.

Una retahíla de luces, unas más blancas y otras más doradas, van poniéndoles pellizcos de luz a las fachadas acuosas de la ciudad. Nadie imagina que detrás de una de ellas, en el dormitorio de un joven matrimonio, están probándoles las túnicas de San Esteban a los pequeños Víctor y Darío, dos hermanitos que este año formarán parte de los estrenos más preciados del Martes Santo. Los podrían haber puesto de angelotes en la canastilla. Ahí dentro, con las botonaduras, las medallas y los cordones sobre la cama, a nadie le importa si fuera llueve o hace calor, ni si las cotorras acabarán con la vida sobre la Tierra. Huele a tortilla francesa con rodajas de tomate. Qué soñarán hoy los niños: menudo misterio.