Semblanza del maestro Lastrucci

Este año se cumple medio siglo de la muerte de uno de los imagineros más prolíficos de Sevilla

31 mar 2017 / 10:21 h - Actualizado: 31 mar 2017 / 11:05 h.
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  • Retrato de Antonio Castillo Lastrucci (1878-1967). / El Correo
    Retrato de Antonio Castillo Lastrucci (1878-1967). / El Correo

Si hay un nombre citado en todas las jornadas de la Semana Santa sevillana, ése es el de Antonio Castillo Lastrucci. A su talento e inspiración acudieron no pocas hermandades durante el pasado siglo XX para conseguir unas obras, que no sólo forjarían el particular estilo del artista, sino que terminarían marcando la idiosincrasia de la cofradía.

Su cercanía a Antonio Susillo, a quien admiraba desde niño, le fue inculcando un amor hacia la escultura que iría creciendo con los años en detrimento de sus sueños taurinos. De su maestro no sólo heredó el gusto por el modelado y la temática civil de su primera época, sino que tomó además la absoluta dedicación por el trabajo, pues decían quienes le conocieron que «no gustaba tanto de cafés como de encerrarse en el taller».

El impacto que produjo el misterio de la Bofetá, su primera obra para las cofradías sevillanas, demuestra que Castillo Lastrucci sabía que su talento podría revolucionar la Semana Santa y no perdió la oportunidad de demostrarlo en cuanto tuvo ocasión. A partir de entonces, las críticas más escépticas fueron silenciándose conforme se estrenaban sus creaciones y crecía su popularidad.

A las generaciones actuales, que han crecido en contacto directo con los medios de comunicación e internet, les resultará complicado evocar el asombro que levantaba la procesión de sus pasos de misterios en una ciudad, con un acceso limitado a la cultura en su mayoría, que no acostumbraba a tan fastuosos y teatrales espectáculos. Sólo así podríamos valorar también la rápida aceptación de sus dolorosas, cuya belleza cotidiana conectó con la piedad popular sevillana, proclive siempre a hacer suya las imágenes titulares de las hermandades.

En sus misterios sorprende la capacidad narrativa de los hechos en unas composiciones sencillas, donde priman el sentido descriptivo y la intención de impresionar al primer golpe de vista. Éstas se definen por la posición preferente de la imagen, un tanto hierática y distante, de Cristo como recurso para conseguir la sensación del instante detenido. A su alrededor todo un repertorio de figuras secundarias, conectadas entre sí gracias a los ademanes y gestos elocuentes, suspende la narrativa y confiere al conjunto un diálogo cerrado, contrastando el arrojo de unos con la contención de otros en una recreación que entra de lleno en lo ritual. La influencia constante de la pintura de historia, concebida con el mismo fin didáctico y representativo, es evidente en la inclusión del concepto del fondo ambiental mediante el atrezzo, el feismo identificativo de las personalidades y las poses efectistas, como la colocación de los brazos de Pilatos, con los que logró la primicia de introducir al público en el misterio de la Presentación al Pueblo.

Sus llamadas dolorosas castizas son fruto de una sensibilidad estética que rescata la belleza de su presente para, como Romero de Torres, sublimar la hermosura de la mujer andaluza como vehículo espiritual. En palabras del artista, «se trataba de tomar del modelo vivo lo esencialmente humano y luego divinizar la expresión». El encanto femenino, por lo tanto, no es un fin, sino una síntesis mística y evocadora de la belleza verdadera y perdurable. Más de una señorita posó para él, pero de tan sólo una nos ha quedado noticia: la bailarina Mariquita Cos García, perpetuada en imagen de la Virgen del Dulce Nombre, por la que Lastrucci confesó su predilección hasta el final de su vida.

Aunque trató diferentes variantes iconográficas, fijó su prototipo de Crucificado en la imagen titular de la hermandad de la Hiniesta. Se inclinó por la representación de un Cristo muerto, que retoma los patrones de Montañés y Mesa y que se distingue por una mayor estilización del canon. El ángulo tan acusado que forman los brazos le concede una caída aplomada a la figura, que emociona por su serenidad y dulzura.

Antonio Castillo Lastrucci fue recordado como un hombre serio, decente, amable, dinámico y muy trabajador. Las anécdotas que han permanecido en la memoria de algunas hermandades, que en momentos difíciles acudieron a él, nos descubren a un profesional honesto y solidario. Su mundo fue el taller de la calle San Vicente, donde durante cuarenta años se entregó a su oficio. Allí falleció en noviembre de 1967, hace cincuenta años. Al día siguiente recibió sepultura en una ceremonia que fue todo un tributo cofrade y social, pues al homenaje de las hermandades se sumó el reconocimiento político cuando sobre su féretro se le impuso la Medalla al Mérito del Trabajo, concedida meses antes por el gobierno español.

Aunque el snobismo cofrade trató de emborronar su trayectoria con tópicos, recientemente la historiografía artística especializada ha rescatado su compleja personalidad y su fecunda producción imaginera, cuya fuerza descansa en su conexión con el pueblo. Medio siglo después de su muerte es innegable que la Semana Santa de Sevilla y Castillo Lastrucci conforman una unidad indivisible, que nos retrotrae a la memoria una galería de personajes peculiares, fantásticas escenografías y toda la gracia de la mujer sevillana, en definitiva, la ciudad feliz de los veinte, la complicada de los treinta y la difícil de la postguerra. Concibió su obra para ser vista en la calle, llevada por costaleros y acompañada por la música. Por ello esta efemérides debe ser aprovechada para celebrar su figura y buscar su espíritu aún presente en cada uno de sus pasos. Para encontrarlo sólo hay que salir por Sevilla y sentir su Semana Santa.