El Domingo de Ramos y el Lunes Santo hicieron estragos en los cuerpos. Se veía nada más entrar por Reyes Católicos: camisetas, polos y alguna que otra bermuda en ellos; tirantas, blusas vaporosas e incluso minishorts en ellas. Las sandalias (de plataforma) recogían el testigo de los botines (de plataforma) que habían provocado sarpullidos el día del estreno.
Nos propusimos ver a la gente viendo las ocho cofradías del día (y sobrevivir), pero sin empezar en el barrio del Cerro, sino en horario estrictamente laboral. Yes, we can, nos decimos, comenzando por la primera de todas, que avanza a eso de las cuatro y media por la calle Velázquez en su confluencia con O’Donnell. A punto ya de entrar en la Campana, el Cerro trae una compostura que es ya cátedra para las cofradías de barrio. A este punto hicieron la mudá del quiosco de Curro, que está haciendo el agosto con la venta de agua. María del Carmen da el relevo al encargado de la mañana y nos confirma que el líquido elemento se está saliendo este año: «Y por el camino que va el Martes Santo, más». Como hay doctores para todo, una señora de mediana edad le compra a María del Carmen un buen puñado de regalices Zara, que, según dice, «quitan la sed». La quiosquera le devuelve el cambio con cara de escepticismo.
El camino de este Martes Santo fue el de un sol abrasador, probablemente el primero tan cruel que ve 2017 (ojo, que dicen que hoy será peor). Pero parece que los nazarenos de la cruz de guía del Cerro no lo notan. Del antifaz del que lleva el farol de la derecha sale una botellita de agua vacía y se la da al chaval que tiene al lado. «Anda, tírala en una papelera, por favor». Suena entonces un trueno en forma de aplausos y se oscurece el cielo de la calle Tetuán con una copiosa petalada a la Virgen de los Dolores, a la altura de la Casa del Libro. Unos metros más adelante, los devotos de la Señora del Cerro se despiden de la cofradía hasta la Plaza del Triunfo. La levantá es para ellos y también la ovación de la pequeña plaza en la que Pastora Imperio levanta sus brazos de bronce.
Cerca de allí está la que algunos llaman «la tribuna de los pobres», una plaza del Duque en la que dicen que se ven las cofradías. Es el lugar al que ningún sevillano rancio llevaría a sus invitados a verlas, aunque lo cierto es que el campo de visión no está mal del todo. De pronto, se nos presenta un cuadro un poco kitsch: las anticuadas letras verdes del Hotel Derby hacen de dintel a una masa informe de público sedente en sillitas del chino y banquitos playeros. La extensión de la tribuna de sillas es tal, que cualquiera que llega y permanece de pie se ve raro, e incluso tiene la tentación de sentarse directamente en el suelo para no estropear el marco incomparable. No se trata de chavalerío, sino de familias al completo, con numerosos carritos de bebé incluidos. «Aquí vemos unas cuantas seguidas y después podemos salir para San Vicente casi sin problemas; con tantos niños no nos podemos meter en líos», nos explica Roberto, que dice que es de Écija y que sólo puede venir a Sevilla un día.
Se hace el silencio cuando por el Duque atraviesa el Cristo de las Almas, que ha acallado hasta el trajín de la cafetería Spala, por cuyos grandes ventanales se asoman los clientes para admirar el impactante crucificado.
La cofradía de Omnium Sanctorum viene por la calle Trajano, en la que Paleteiro devuelve a su lugar la mano izquierda del San Juan que lleva el palio, que había estado colgando desde una de las levantás que se hicieron en la Alameda.
Nos vamos a la plaza de San Andrés. Allí ya se ha instalado la sombra y con ella se han ocupado todos los veladores del bar de los sanjacobos colosales. En las mesas abundan los vasos de tubo con culillos de cola y naranja. «Señoreeees, que hay que consumiiiir...», suelta un camarero desde una esquina, mientras los clientes miran todos a los capirotes cianes, lo único a lo que le sigue dando el sol que entra por Lasso de la Vega. Desde Orfila llega el bufido de la muchedumbre en lo que parece ser la Meca de la bulla: la capilla de los Panaderos. Allí aguarda su estandarte rojo a que termine de pasar el palio de la Virgen de los Desamparados.
La próxima cita es en la Encarnación, por donde ya se ve venir la cruz de guía de San Benito. A esa hora, las siete de la tarde, el sol todavía pega de manera inmisericorde, concentrando en la sombra al numeroso público, de otro tipo completamente diferente al que vimos en la plaza anterior. Bajo las Setas, en la Plaza Mayor, hay mucha densidad de población infantil y juvenil. Estos últimos parece que acaban de venir de la siega. A muchos los acuna el basamento de los enormes pilares de Jürgen Mayer. En las escaleras, a pleno sol, aguarda el fotógrafo Antonio Fiero junto a otros tres compañeros, también aficionados a una de las profesiones más castigadas por la gratuidad que está de moda. Hasta que llega el Pilato, estos cuatro jinetes del teleobjetivo han pasado casi una hora de sol abrasador para no perder el sitio, justo en la barandilla que mira a la calle Imagen.
De las Setas a la Alfalfa. Allí no se sabe qué ambiente hay, porque casi no circula el aire. Pasa la Candelaria y uno de los puntos neurálgicos del cofradería está, como era de esperar, a reventar. La cercana panadería Alfalfa se hace merecedora del Nobel de marketing, si lo hubiera. Ha cubierto su pequeña fachada de folios formato A2 y, negro sobre blanco, ha puesto: «botellines fresquitos, 75 céntimos». Lógicamente, la cola petitoria es máxima. Al fondo suenan los aplausos al palio de la Candelaria, que mete aire fresco al fin en la estrecha plaza. En una esquina, dos muchachos cuentan que han visto en Twitter que Marc Bartra, el futbolista catalán que milita en el Borussia, ha resultado herido tras una explosión al paso del autobús de su equipo en Dortmund. «Ojú quillo, esos vienen aquí en Semana Santa y se dan un buen festín». Se nos hiela la sangre de pensarlo...
Son las ocho y media de la tarde y el sol dice que se va. Hay quien no se lo cree, pues desde el Aljarafe llega todavía algún ramalazo ardiente. Pero sí, parece que se va. La gente hormiguea ahora con mayor celeridad. Parece haberse ido ya ese letargo de las caras y las calles del centro vuelven a llenarse, pero a base de bien.
Hasta San Isidoro sube una turba tranquila, pero negra de ánimos. Vienen protestando de que ya se está acotando la Cuesta del Bacalao, uno de los puntos de los ya famosos aforamientos que «por seguridad» se hacen en algunas de las calles con mayor concentración de público. Por las redes se mueven esas fotografías con calles sin gente arropando a los nazarenos, como si fueran de otro mundo, y al público le cuesta entender el «aquí no se puede estar» de agentes de Policía Nacional asustados y con acento de fuera.
Llegamos al fin hasta la Plaza del Triunfo. Son las nueve de la noche y allí se respira la quietud que contagia el cortejo de ruan de la Universidad. Los cuatro costados del monumento a la Inmaculada están alfombrados de público y, aunque la plaza está llena de público, se respeta por completo la bonita plantación de pensamientos. El silencio reinante lo rompe el servicio de limpieza en la cara norte del Archivo de Indias y el vocerío de dos rumanos que venden latas: «¡¡¡Vendo-el-agüita-y-la-fanta-la-fanta-lafanta-lafantaaaa!!!». Al paso del Cristo de la Buena Muerte, se vuelve hacia ellos media plaza, despeinándolos del siseo atronador.
Da tiempo de llegar al Salvador a ver Santa Cruz. Va ya por Cuna. Da tiempo de admirar la trasera del palio de los Dolores con Macarena de Cebrián, lo que no es poco. La gran plaza de Montañés sigue herida estéticamente. En el suelo se acumula una gran cantidad de basura y en las escaleras de la iglesia hay de todo menos compostura.
Son ya las once de la noche y los cuerpos parecen venirse abajo. La plaza de San Francisco lo desmiente. Los palcos a tres cuartos de entrada, llenos de niños, bullen como si no hubiesen ya pasado casi tres días. Los más jartibles aún tienen por delante las horas más intensas del Martes, que bien pueden acabar con la Candelaria en los Jardines de Murillo o, de muy sevillanas maneras, en San Lorenzo.