Ciclistas, infraestructuras y sentido común

Ciclistas y conductores comparten a menudo una misma vía. Las leyes amparan a los más débiles pero, a veces, el instinto de supervivencia debería prevalecer sobre los derechos.

Mario Garcés mgarces83 /
18 ago 2019 / 11:22 h - Actualizado: 18 ago 2019 / 11:25 h.
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Hace ocho días publicábamos la noticia del atropello de un ciclista en Los Palacios. Cada situación luctuosa que se da en la carretera es una tragedia que, quizás, pudo ser evitada. Pero con los ciclistas la sensibilidad aflora y la presunción de inocencia del conductor a veces se tambalea. Al menos, para la opinión pública, que tiende a presumir su culpabilidad. Los titulares no siempre ayudan a crear imparcialidad, porque el ciclista es el eslabón débil de la cadena, la víctima. Pero en estos accidentes, ¿cuánta responsabilidad se le puede atribuir a cada parte implicada en el atropello? Conductores de vehículos a motor y ciclistas (o usuarios, como los llama la DGT), más las administraciones responsables de las infraestructuras. Todos tienen su parte de implicación.

La ley protege a los ciclistas todo lo que puede. Por ejemplo, obligando a mantener un mínimo de 1,5 metros de separación lateral al adelantarlos y a respetar su ritmo de avance sin entorpecerles ni crearles peligros innecesarios. Cuando viajan en grupo son considerados unidad, para que tengan más empaque, como si fueran un único vehículo. Por eso, no se les puede hacer romper el pelotón, por ejemplo, para entrar en una rotonda. Tienen prioridad de paso en glorietas y cruces si el primero del grupo ha iniciado la maniobra.

Quizás la ley podría mejorar. Sobre todo, podría velar para que hubiese más kilómetros de carriles bici y de arcenes preparados para que cuenten con un margen mayor de seguridad. Y por que estas infraestructuras se mantengan adecuadamente y no se construyan de forma chapucera. Durante lo que va de siglo XXI, Sevilla se ha convertido en una ciudad de referencia en el uso de la bicicleta, gracias a su extenso carril bici (unos 186 kilómetros). Sin embargo, en los últimos años las quejas habían crecido por el deterioro y la falta de conservación que presentaba. Recientemente, el ayuntamiento ha ejecutado obras de mejora, pero no es de recibo que lleguen tarde y se queden cortas. El mantenimiento debe ser constante y los ciudadanos deben exigirlo.

Pero la ley no puede evitar que los errores humanos existan. Puede quitar de la carretera a los imprudentes, pero no es implacable en su labor, porque imprudente puede ser cualquiera, en cualquier momento. Aunque no lo haya sido nunca. También se puede despistar, o sentirse indispuesto. Y las casualidades existen, justo para que en ese preciso instante coincida con un grupo de ciclistas y ocurra la desgracia.

Las distracciones al volante han aumentado enormemente en los últimos años, tanto por el uso del teléfono móvil como por las propias pantallas táctiles de los coches. Aunque estos ahora vienen equipados con sistemas de detección de obstáculos que, en sus versiones más avanzadas, distinguen a los ciclistas y son capaces de frenar de emergencia si el conductor no se ha percatado. Por tanto, se avanza en aspectos técnicos y se retrocede en responsabilidades. La ley tampoco puede ganar espacio donde no lo hay, al borde de muchas carreteras comarcales que ocupan lo que físicamente pueden ocupar, o que atraviesan parajes angostos, o protegidos.

Las estadísticas sobre accidentalidad constatan que la mayor cantidad de accidentes con ciclistas involucrados se dan en ciudad, porque es donde más se usa este tipo de transporte. Pero los urbanos son los accidentes de menor gravedad. En vías interurbanas hay una menor concentración de siniestros, pero se producen más muertes. Las diferencias de velocidad y de masa son enormes, casi podría decirse que incompatibles para compartir un mismo entorno. Pero lo comparten, con seres humanos a los mandos, tomando decisiones a veces acertadas y a veces erróneas.

Ante toda esa problemática, a algunos ciclistas se les debería poder exigir más sentido común. El sentido de supervivencia que debería hacerles recapacitar sobre cuándo y dónde es prudente circular y cuándo no, aunque la ley les ampare. Pedalear por una carretera estrecha, de montaña, sin arcén, con mala visibilidad, curvas y cambios de rasante puede ser perfectamente legal y, a la vez, perfectamente temerario. Y en otras muchas circunstancias que estamos acostumbrados a ver. Aunque al adelantarles pensemos que se juegan la vida. Nadie como uno mismo puede velar por su propia integridad. Y debería hacerlo por encima de sus derechos.

Es fácil de entender que los ciclistas de carretera con un nivel físico poderoso, que son capaces de mantener un ritmo fuerte, sientan que los carriles bici construidos a la vera de las carreteras no se adapten a su entrenamiento y que opten por circular por la calzada. En ciudad es más difícil de asimilar, porque es un entorno más caótico y deberían ser ellos quienes cumplen con las reglas escrupulosamente, dando ejemplo al resto de usuarios amateur.

No hay que olvidar que, en un atropello involuntario, no solo puede acabar desgraciada la vida del ciclista, sino también, de otra forma, la de quien conducía el vehículo más grande. Si no concurren imprudencias como conducir habiendo consumido alcohol o drogas, ni con velocidad excesiva (que no es lo mismo que con exceso de velocidad). Si todo ha sido puro efecto fortuito. Quizás porque el conductor del vehículo a motor sufrió un deslumbramiento inoportuno, o porque le faltó espacio para reaccionar ante el imprevisto de encontrar a alguien que circula mucho más lento en la calzada. Si cualquiera de estas cosas le ocurre a alguien con una conducta moral sana, difícilmente vivirá tranquilo el resto de su vida, después de que un acto propio le haya costado la vida, o lesiones graves, a otra persona.