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Actualizado: 23 may 2016 / 11:47 h.
  • Hasta Franco admitió refugiados
    Isaac Revah y Elena Coletti, posan ante la foto del abuelo cónsul de ésta. / José Luis Montero
  • Hasta Franco admitió refugiados

Tesalónica, segunda ciudad griega más importante tras Atenas, acoge a cientos de familias que huyen de ser masacradas por su origen y religión. Hay una posibilidad de que el Gobierno de España les acoja y les libre de un futuro incierto en campos de concentración. Pero las autoridades nacionales se hacen las remolonas. Mientras, sus penurias continúan cuando no se agravan. No es 2016, ni los protagonistas son sirios huidos de terroristas yihadistas que les masacran en su país concentrados en Idomeni, ni el Gobierno español en cuestión es un Ejecutivo democrático salido de las urnas (o en funciones a la espera de ellas). Era 1943, quienes huían eran judíos sefardíes griegos a quienes los nazis que ocuparon su país permitían que fueran deportados a la neutral España, por tener nacionalidad española en virtud de un decreto de Alfonso XIII, y salvarse de los campos de exterminio en los que la Alemania de Hitler llevó a cabo su genocidio antisemita. Y el Gobierno de España era el del dictador Franco que hacía oídos sordos a los telegramas urgentes del cónsul español en Atenas, Sebastián de Romero Radigales, para sacar cuanto antes de Grecia a apenas medio millar de sefardíes ante los ultimátum de los nazis.

«No hemos aprendido nada», lamenta Isaac Revah, uno de aquellos judíos griegos con nacionalidad española superviviente al holocausto. Y eso pese a que, a sus 82 años, dedica «al menos diez horas al día» a lo que considera su «trabajo»: contar, sobre todo a los jóvenes, lo que ocurrió «para que no lo repitan e impidan a otros repetirlo si quieren hacer lo mismo».

Contar una y otra vez allí donde se lo reclaman sus tristes recuerdos cuando con 9 años fue internado con su familia durante seis meses en el campo de concentración nazi de Bergen-Belsen es, para Raveh, su «deber, no tengo otro» y «no me queda mucho tiempo» dice. Esta semana lo ha hecho en Sevilla ante escolares del colegio St. Mary’s School y universitarios de la Facultad de Ciencias de la Educación, futuros docentes que tienen en sus manos la formación de las próximas generaciones. Y lo ha hecho además acompañado de la nieta del cónsul al que considera deberle su vida y la de su familia, Elena Coletti, a la que buscó y no paró hasta conocer hace siete años e ir a ver desde París, donde Revah reside actualmente, hasta su residencia en Roma. Se hizo acompañar de sus dos nietos adolescentes. De nuevo, trabajando por transmitir la historia y la memoria a los más jóvenes.

Un cónsul «justo»

Juntos no han parado tampoco hasta impulsar el reconocimiento como «Justo entre las naciones» del cónsul por parte del Yad Vashem, Centro Mundial de la Conmemoración de la Shoah, término hebreo que significa literalmente «catástrofe» con el que los judíos aluden al holocausto. Quizás un día los cientos de miles de refugiados sirios, afganos o pakistaníes que esperan en los campamentos griegos y turcos que Europa les acoja también consensúen un término para calificar lo que están viviendo.

Raveh insiste una y otra vez en que es consciente de que tuvo «mucha suerte». Pese a pasar seis meses confinado junto a su familia en el campo de Bergen-Belsen, en la Baja Sajonia alemana, sabe que no sufrió las condiciones a las que fueron sometido otros prisioneros nazis, simplemente por tener la nacionalidad de un Gobierno que Hitler consideraba amigo. Pese al temor de sus padres, cuando los sacaban cada varios días desnudos a la intemperie en pleno invierno para ducharlos y desinfectarlos, siempre regresaron. Su ración diaria de «un líquido negro llamado café y pan» por las mañanas y «un tazón de líquido con pedazos de lo que llamaban legumbres» por la tarde era mucho más de lo que recibían los prisioneros polacos o rusos. No fueron obligados a realizar trabajos forzados hasta la extenuación, ni les tatuaron un número en el brazo ni les vistieron con el traje de deportados, igual que en los primeros tiempos de la ocupación nazi de Grecia no tuvieron que portar la cruz amarilla que les obligaron a llevar a otros judíos. A las preguntas de los estudiantes sobre sus recuerdos y cómo vivió esos seis meses, Raveh no duda en responder que como un niño de 9 años, capaz de jugar incluso sin conciencia de la amenaza que le rodea aunque sospechando de la hostilidad del entorno. «Pero no me parecía dirigida contra mí», admite.

En 1942 había sólo en Tesalónica 47.000 judíos, una colonia que fue creciendo desde la diáspora del siglo XV y que le valió el sobrenombre de la Jerusalén griega. El 95 por ciento murió en el holocausto nazi. 570 habían solicitado en 1924 la nacionalidad española por sus orígenes, en virtud del decreto diseñado por Primo de Rivera durante el reinado de Alfonso XIII. La familia paterna de Revah la tenía incluso de antes pues desde 1880 el senador español Ángel Pulido había investigado la presencia de una importante colonia judeo-española que conservaba el idioma, el ladino (Raveh habla aún hoy un perfecto castellano aunque con acento francés), en la región de los Balcanes. Promovió legislar a su favor aunque con éxito limitado. Tampoco el decreto de Primo de Rivera provocó nacionalizaciones masivas. España no era un país atractivo por su historia inquisitorial y porque su economía era menos pujante que la de otros países europeos.

Contar con ese pasaporte español le salvó a él y a su familia pero sabe que fue «un privilegiado». Las reticencias del ministro de Exteriores español, Francisco Gómez Jordana, que prohibió al cónsul reiteradamente actuar por su cuenta pese a sus súplicas en los telegramas que se intercambiaron, hicieron que finalmente los nazis agotaran su paciencia y llevaran también a los sefardíes españoles, entre ellos a su familia, al campo de Bergen-Belsen, aunque con instrucciones de instalarlos en barracones separados del resto, entre otras cosas para que no les dieran mala fama al salir ocultándoles las condiciones del holocausto y el exterminio, y darles un mejor trato. Finalmente, en febrero de 1944 fueron repatriados atravesando en tren una Europa en plena guerra hasta la frontera franco española.

Peregrinaje

Hasta junio permanecieron en Barcelona, donde aún recuerda el amable recibimiento. «Europa acogió a los refugiados con los brazos abiertos y ahora dejan ahí a familias, niños, mujeres solas porque sus maridos han sido asesinados», lamenta. Sin embargo, el Gobierno franquista, también antisemita, no quiso que la población judía en España aumentase y con la excusa de que había más refugiados españoles en Bergen-Belsen que debían recibir, les trasladó a un campamento americano en Marruecos, próximo a Casablanca, desde donde, en diciembre de 1944, su familia partió hacia Palestina, entonces bajo mandato británico (el estado de Israel no existía pues se creó precisamente tras la II Guerra Mundial para acoger a los cientos de miles de judíos diseminados por la persecución nazi que sobrevivieron al holocausto). En Palestina vivió cuatro años más hasta que la familia se trasladó a París.

Isaac Revah tenía entonces 14 años. Comenzó allí sus estudios secundarios, como muchos de los alumnos que le han escuchado esta semana en Sevilla, y se incorporó al movimiento de las juventudes sionistas. Se casó, tuvo hijos y nietos y siente que le debe esa vida regalada a los esfuerzos diplomáticos del cónsul español en Atenas Sebastián de Romero Radigales. Por su memoria, y la de aquellos a los que no veía trabajar y morir en Bergen-Belsen pero que sabe que no tuvieron su «suerte», viaja por todo el mundo contando su historia. Lo llama «el trabajo de memoria». Él ya ha hecho su parte. A nosotros nos toca que sirva para algo y realmente la historia no se repita.