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Actualizado: 11 sep 2018 / 21:21 h.
  • La cantaora trianera Rosario La Tremendita, durante su actuación del pasado lunes en el Café Alameda. / Óscar Romero
    La cantaora trianera Rosario La Tremendita, durante su actuación del pasado lunes en el Café Alameda. / Óscar Romero

Quienes han seguido la trayectoria de Rosario Guerrero, especialmente en la última década, han asistido a una lenta pero irreversible metamorfosis: la que supone el progresivo abandono del convencionalismo para asumir, con todos sus riesgos y consecuencias, una posición de vanguardia.

Dicho proceso tiene una dimensión estética y otra musical. Consciente de vivir en la era de la imagen, en la que vale más un impacto visual que bordar un cante por seguiriya, Rosario sale a escena con chupa de cuero (y no porque hiciera frío precisamente), botas, vaqueros rasgados, medio cráneo rapado y el labio inferior demediado por un piercing, es decir, huyendo como del diablo de cualquier elemento tópicamente flamenco: lunares, mantones o flores en el pelo. En contraste con esta indumentaria, el sombrero blanco que alguna vez coronó la cabeza de Pepe Marchena y la silla de enea parecen insinuar, o bien que la transformación todavía no es completa, pero casi; o que, por mucho que la artista quiera alejarse de esa iconografía cañí, su anclaje jondo es firme. O tal vez sea el contraste, justamente, lo que se persigue.

Si cupiera alguna duda acerca de la voluntad de impresionar a primera vista, sobre el escenario no encontramos una batería –cosa que ya no sorprende ni al peñista más rancio–, sino dos. Entre una y otra, el bajo eléctrico que ya es el santo y seña de La Tremendita. Ni rastro de la vieja sonanta, que hasta hace nada parecía la única compañía insustituible del cante: estamos, ya se ha dicho, en otro tiempo.

Lo que no parece cambiar es el desafío que supone para un artista colocarse ante el público y tratar de inducirle alteraciones en su interior. Da igual si lo haces sobre una melodía de violín, una banda de corneta y tambor o sobre programaciones más o menos cacofónicas. Da igual si cantas a Lorca o Anne Sexton. De lo que se trata es de apelar a la sensibilidad del respetable, en uno u otro sentido.

Lo intentó Rosario por soleá, haciendo gala desde el minuto uno de su vozarrón bien templado, para seguir con una colombiana que había que adivinar entre los coordinados arreglos que dibujaban los dos baterías. Tomó el bajo para acometer la serrana. La pieza anunciada como un paseo por petenera, fandango y bambera tuvo un swing muy progresivo y concluyó con un solo de pandereta colgada del cuello, donde acaso se reconocía el eco la libérrima audacia de su querido Andrés Marín, director artístico del espectáculo.

Llegados al ecuador del programa, culminada la parte más dura y solemne, quedaban claras varias cosas: una es que La Tremendita es una de las creadoras más interesantes y valientes del panorama actual; otra, que ese interés, al menos por lo vivido en la noche del lunes en el Café Alameda, pone a trabajar el cerebro, pero no las entretelas. Estimula la curiosidad, pero no emociona. Un refresco burbujeante llamará nuestra atención, pero no nos hará soñar como un vino noble y añejo. Me temo que la propuesta de Rosario debe madurar todavía para alcanzar la deseable solera, su punto justo de decantación.

Y no lo digo yo: lo dijo un público numeroso y entregado desde el principio que, no obstante, apenas se prodigó en oles. No era fácil deslizarlos en el arduo empaste de la percusión acústica, los instrumentos eléctricos y la voz flamenca. Estos creaban, sí, un espacio sonoro sugestivo, pero que chocaba con una pared de hielo al querer llegar al patio de butacas.

En todo caso, sus facultades de cantaora de amplio espectro siguieron haciéndose valer en una segunda mitad más luminosa, con esa estupenda bulería Al mal tiempo buena cara, cuyo pegadizo estribillo es uno de los muchos aciertos de su disco Delirium tremens.

La sonrisa, sin embargo, no afloró a sus labios hasta el final por tangos, y nada nos permitirá pensar que no era de alivio, por haber podido llevar a buen puerto un montaje trabajado y trabajoso.

No fue, seguramente, la noche soñada de la bisnieta de Enriqueta la Pescaera, pero tampoco escapó malamente teniendo en cuenta el tamaño y dificultad de la empresa.

Ignoro si el deseo de Rosario es, como el título de la novela de Belén Gopegui, ser una punk del cante jondo, o si ésta que vimos es solo una estación más de su metamorfosis. De lo que sí estoy seguro es de que, si mima su repertorio, profundiza en el estudio del bajo –hay todo un mundo por descubrir ahí– y no olvida que la conexión con el público es lo primero, llegará tan lejos como se proponga: nadie puede parar a una mujer decidida a ser ella misma.

‘La fuerza’

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Café Alameda. 10 de septiembre. Intérpretes: Rosario La Tremendita (voz, bajo eléctrico, guitarra eléctrica), Daniel Suárez y Pablo Martín Jones (electrónica, batería). Dirección artística: Andrés Marín. Dirección musical: Rosario La Tremendita, Andrés Marín.