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Actualizado: 21 jul 2018 / 11:37 h.
  • Imagen del concierto. / Actidea
    Imagen del concierto. / Actidea

La conmemoración en diciembre del cuatrocientos aniversario de la muerte de Giulio Caccini ha facilitado la programación de un concierto tan exquisito como el que nos brindaron Mariví Blasco y Juan Carlos Rivera, otra asociación feliz asidua a nuestros escenarios, en los jardines del Alcázar. Su trabajo conjunto a lo largo de estos últimos años ha alcanzado cotas admirables de complicidad y compenetración, que se traducen habitualmente en gozosas recreaciones de la música que abordan, además en un estilo cada vez más relajado, menos acomplejado y más acorde con su intención de transmitir y contagiar todo el amor y la admiración que profesan por un repertorio que conocen bien y por el que se sienten, se ve, muy apasionados.

Blasco tuvo el acierto de leer la traducción de los poemas que sirven de base a las canciones elegidas, lo que facilitó seguir con atención los matices dramáticos que la soprano valenciana supo incluir en su canto. En el caso de Caccini, con cinco piezas en los atriles, esto se tradujo en un alto componente expresivo, justo lo que merece esperar de quien se considera precursor del Barroco gracias a su revolucionario canto monódico o recitativo. Nuove musiche con la que Blasco se movió cómoda, con gracia y elegancia, emotiva en Dolcissimo sospiro, campechana en Belle rose porporine, mostrando en todo momento cómo ha crecido como artista, cómo se mete al público en el bolsillo y cómo ha superado ciertas limitaciones en su voz, ganando en brillo, con poderosa proyección y limando complejos e inseguridades. No sólo oír, ver también ayuda mucho a disfrutar de un buen concierto, como por ejemplo la impagable experiencia de observar la sonrisa de satisfacción de Mariví Blasco mientras Rivera desgranaba las innumerables y alegres notas de los Canarios de Girolamo Kapsberger, compositor y teórico alemán afincado en Venecia y Roma que aportó las páginas instrumentales de la velada.

Per un bacio, una hermosa balada de Barbara Strozzi, en la línea del Monteverdi que sirvió de propina con ese Si dolce é il tormento ya indisoluble del repertorio del dúo, entonada como si de un tormentoso lamento se tratara, y una sádica nana de Tarquino Merula dedicada al Niño Jesús, con acompañamiento ostinato de muy original resolución, dieron paso a un Lamento de Dido de Purcell algo desvaído y corto de expresividad, y una Capona y Sfessaina de Kapsberger que Rivera ofreció con su habitual templanza y dominio técnico. Después el bellísimo Bist du bei mir de la ópera Diomedes de Gottfried Heinrich Stölzel, que Bach incluyó en su segundo cuaderno de notas para su esposa Anna Magdalena y Blasco entonó con tanta delicadeza como buen gusto, este fascinante recorrido por este Seicento especialidad de la casa, terminó con un Lascia ch’io pianga de Händel desinhibido y distendido que la soprano aprovechó para lucir frondosas ornamentaciones de pura creatividad y saludable conveniencia. Ni que decir tiene que el especialista en cuerda pulsada, Juan Carlos Rivera, acompañó en todo momento con un sentido admirable del mimetismo y la compenetración, logrando juntos una experiencia sensorial sobresaliente.