Facebook Twitter WhatsApp Linkedin Copiar la URL
Enlace copiado
Actualizado: 12 feb 2018 / 09:33 h.
  • El problema de cambiar las iglesias de sitio
    Vista exterior de la iglesia parroquial de Santa María Magdalena. / Fotos: Jesús Barrera / El Correo
  • El problema de cambiar las iglesias de sitio
    Nave principal del templo, con el misterio del Descendimiento al fondo.
  • El problema de cambiar las iglesias de sitio
    Uno de los libros parroquiales expuestos en la capilla bautismal.
  • El problema de cambiar las iglesias de sitio
    La pila donde bautizaron a Murillo, a los pies del Cristo del Gonfalón.
  • El problema de cambiar las iglesias de sitio
    Capillas laterales en el lado del evangelio del transepto.
  • El problema de cambiar las iglesias de sitio
    El pasaporte de la ruta de Murillo y folletos de la conmemoración.
  • El problema de cambiar las iglesias de sitio
    La esquina de la calle Murillo donde pudo estar la casa familiar.
  • El problema de cambiar las iglesias de sitio
    Virgen de la Antigua, expuesta al culto en esta iglesia.
  • El problema de cambiar las iglesias de sitio

Justo a la entrada de la Iglesia de la Magdalena, pasando la reja a la izquierda, hay un banco de madera puesto bajo la custodia de San Cayetano, patrono de los desempleados. Al lado está el cepillo de Santa Rita, la de lo que se da no se quita, así que entre los dos flota cierto tenebrismo sindical y cómplice que el visitante puede aprovechar para reconcentrarse en sí mismo y así, en la negrura, mientras fuera las cotorras chirrían de rama en rama poniendo su toque verde brillante a los viejos y pelones plataneros, regodearse a gusto en los espantos de la precariedad laboral, que es lo que pega. Pero el templo, dentro de lo que cabe, tiene cierta alegría. Sobre todo, cuando se abre la puerta y la luz empuja hacia dentro a los manojos de turistas y de visitantes guiados que pululan por los alrededores. Nada de esto sucedía en la época de Murillo, cuya pila bautismal se conserva en las inmediaciones de ese banco consagrado al INEM con la diferencia de que no hay rosca colorada para coger turno. Y no sucedía porque entonces la Iglesia de la Magdalena estaba en la Magdalena, dicho sin perjuicio de lo que los Hermanos Marx tuviesen que opinar al respecto. Pero así es: el templo actual es posterior, y a él se trasladó la pieza de mármol para la administración del sacramento, armatoste que tiene una importancia capital: no solo le echaron el agua en ella al niño Bartolomé Esteban Pérez, más tarde apellidado Murillo, sino que ese instante es el primero de la vida del pintor que está documentado. No se sabe cuándo nació, pero sí cuándo lo cristianaron: el 1 de enero de 1618. Por eso este rincón tiene tanta importancia en el itinerario de los devotos de la efeméride a la que Sevilla se ha entregado como hacía tiempo que no se entregaba a nada.

Qué curioso. Antes, la pila quedaba detrás de la reja de la capilla donde tiene su morada, custodiada por la mirada muriente y polvorienta (ya menos: se ve que han pasado la mopa) del Cristo del Gonfalón. Ahora, para darle vidilla, han dejado el paso expedito, han colocado varias urnas con actas parroquiales de la época, han situado unos paneles informativos a modo de biombos y fuera, en la entrada, presidiendo el cotarro, se ha instalado una urna de hierro y cristal, vieja y solemne como ella sola, donde un letrero dice: Visita cultural 1 euro. Dentro se cuentan exactamente, el día de esta crónica, 32 euros con 27 céntimos. La calderilla sería de alguien que entró solo en parte, en espíritu, en paro. Pero lo importante es que allí dentro se rinde homenaje al artista, se cuentan aspectos interesantísimos de su vida familiar y, además, se da pie a algún que otro cotilleo curioso de esos que en ciertas televisiones habrían dado para mes y medio de batallas campales.

Como explican los paneles de la iglesia que flanquean la entrada a la capilla bautismal, las noticias sobre los padres de Murillo no son especialmente abundantes. Se sabe que «su padre, Gaspar Esteban, fue un acomodado barbero, cirujano y sangrador. Su madre, María Pérez, provenía de una familia de plateros. El matrimonio vivía en una casa ubicada junto a la puerta del Convento de San Pablo, en la antigua calle de las Tiendas, que en la actualidad tiene el nombre del pintor», o así se supone, porque tampoco está clara la ubicación exacta, según explicaba la semana anterior el coordinador de actividades de la Casa de Murillo –capítulo anterior de esta serie–, José María Santero. «Contrajeron matrimonio el 24 de julio de 1588 ante Juan Jiménez Tamayo, cura de esta parroquia», prosigue el texto de los cartelones informativos colocados a la vista de los visitantes. «A lo largo de una dilatada vida matrimonial tuvieron una abundante descendencia, compuesta por 14 hijos: Juan (1589), Bartolomé (1591), Felipe (1593), Lorenzo (1594), María (1597), Juana (1598), Baltasar (1601), Jacinto (1602), Ana (1604), María (1606), José Esteban (1609), Úrsula (1612), Gaspar (1613) y Bartolomé (nuestro protagonista, 1617); de todos ellos se conservan los correspondientes registros de bautismo».

Aquel matrimonio –del que se sabe que, sobre todo, tenía hijos– estaba por lo visto bastante metido en la pomada sevillana de aquel tiempo. Fue su hija Ana –trece años mayor que el pequeño Bartolomé– «la que trocó su segundo apellido, Pérez, por el de Murillo, que era el primero de su abuela materna, Elvira». Al resto de la familia le gustó la idea y siguió su ejemplo. Vamos, que Murillo no se llamaba así. Ni la iglesia estaba donde está hoy. Ni se sabe a ciencia cierta la ubicación de la casa. Y por supuesto, se ignora la fecha de nacimiento. Amor al dato.

El pequeño de la familia, decimocuarto en el orden de los hijos, fue nombrado Bartolomé como homenaje a uno de sus hermanos, el segundo, fallecido prematuramente, y como homenaje a su abuelo materno, Bartolomé Pérez. Muertos sus padres cuando él tenía solo diez años, Murillo se largó a vivir con su hermana preferida, Ana, y el marido de esta, y se metió de aprendiz en el taller de Juan del Castillo. Luego fantaseó con pasar a las Indias en los galeones del marqués de Cadereita, pero no se fue. Y el hombre hizo lo que cualquier sevillano que al final no se va al extranjero: apuntarse a una cofradia. En su caso, la del Rosario, en esa misma parroquia. Se casó con Beatriz de Cabrera el 25 de febrero de 1645 ante un cura de esta parroquia. Y ojo, que hay tomate, porque «su futura esposa manifestó inicialmente ante el provisor del arzobispado que iba forzada al matrimonio, declaración que corrigió posteriormente. Bartolomé Esteban y Beatriz de Cabrera tuvieron diez hijos, pero solo dos se bautizaron en la parroquia de Santa María Magdalena: María (1646), y José Felipe (1647). Este mismo año, al poco de nacer su hijo José Felipe, se trasladó con su familia a la calle Corral del Rey, en la collación de San Isidoro. Aquí se inició una andadura que continuó por las feligresías de San Nicolás, Santa Cruz, San Bartolomé y, ya viudo, en 1664, regresó de nuevo a la collación de Santa Cruz, donde falleció en 1682. No dejó obra pictórica alguna en la Magdalena», donde solo quedan los documentos. Y una pila. Y varias suposiciones. Y un cotilleo. Y una urna con 32 euros y 27 céntimos. Material de primera para que un nuevo Murillo se acerque por allí a inspirarse bajo la amorosa mirada de San Cayetano, que de algún modo también es patrono y consuelo de artistas.