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Actualizado: 12 sep 2018 / 21:23 h.
  • Trajano y Adriano, frente a frente en el Arqueológico.
    Trajano y Adriano, frente a frente en el Arqueológico.

Importantísimo: quien se interese por el mundo clásico tiene que saber distinguir entre Némesis Celeste y unas Nemeziz celestes: la primera es una diosa y lo segundo son unas botas de fútbol de la marca Adidas. Este texto va exclusivamente dirigido a quienes tengan algún interés por la deidad: una vieja señora de chasis griego y de carrocería romana tan antigua, tan antigua, que ni siquiera formaba parte del Olimpo (de hecho, era de las que se subían a la morada de Zeus & Company y decían que antes todo eso era campo). A Némesis Celeste le disgustaban los excesos, las estridencias; lo suyo era defender el equilibrio y, dentro del mismo, el buen nombre y la modesta fortuna que pudiesen labrarse los desdichados mortales. Y en el Anfiteatro de Itálica tenía su propio salón. Un Paseo de la Fama, se podría decir, porque estaba lleno de placas de mármol que se colocaban en el suelo. Si las estrellas de cine tienen costumbre de dejarle a la posteridad las huellas de sus manos en el acerado de Hollywood Boulevard, en el acceso oriental al recinto lúdico de la villa romana las que aparecían eran las de los pies. Los primeros estudiosos del asunto supusieron que eran exvotos de gladiadores y peregrinos, todos bajo la protección de la diosa; pero cuentan en el Museo Arqueológico de Sevilla, donde se conservan montones de estas curiosísimas lápidas, que «hoy se apunta la hipótesis de que los dedicantes serían casi exclusivamente sacerdotes y magistrados italicenses que propiciaban el favor de la diosa para el desempeño de sus cargos y de la obligada realización de los juegos gladiatorios». ¿Rompería algún paisano la estrella del mandatario de turno, cabreado por su gestión, como hicieron este verano con la estrella de Donald Trump? Quién sabe. Las respuestas a esta y otras dudas forman parte de la neblina histórica que envuelve deliciosa y misteriosamente el relato del Museo Arqueológico como un halo, como los restos de un viejo planeta desaparecido que giran por el firmamento ocupando su lugar y reivindicando su memoria.

Esta es una de las pequeñas experiencias extraordinarias –tal vez extravagantes– que se lleva en el cuerpo quien sube las escalinatas del monumental edificio de la Plaza de América, del que ya se habló días atrás para describir su prehistórico sótano y que hoy vuelve a los papeles para recordar el poderoso pasado clásico de Sevilla y sus alrededores, la huella romana. Vamos, la planta baja. La idea es la misma de siempre: esto no es una guía. Las guías ya existen y son muy buenas. Esto es una invitación no exhaustiva a imaginar, a fijarse en los detalles. Y en la gente.

Y una de las cosas que hace la gente es... tirar dinero. ¡A un pozo! Que además, es un altar de mármol dedicado al emperador Augusto adornado con signos zodiacales. Lo encontraron en la onubense Trigueros y está en el corazón de la Sala XII, esa donde hay un gigantesco torso de Claudio que parece más bien de un Transformer. Entonces, la situación es la siguiente: el visitante llega, ve el torso, recula no sea que se le caiga necima, y de buenas a primeras se topa con el pozo. Lo mira, lo rodea, observa su interior... ¿y qué hace? Echarle una moneda. ¿Por qué? Porque la gente es muy rara. Si con este dato el amable lector decide poner un pozo de mármol en su casa, a una distancia lo suficientemente cercana a la calle como para que el viandante se anime a encestar 50 céntimos, nadie se lo podrá reprochar, que la vida está muy mala.

Pero esto no es nada. En el Museo Arqueológico de Sevilla se custodia la famosa pata del romano. Esa de la que todo el mundo habla cuando está muy liado. Pero esto solo lo sabe quien, apartándose de la corriente principal de la visita, se mete a curiosear en la pequeñita Sala XXII. Se supone que es lo que queda de una estatua ecuestre imperial de bronce del siglo II hallada en el Cerro Macareno, allá por San José de la Rinconada. Y literalmente es eso: una pierna de romano así, negrucia, expuesta cual extremidad incorrupta de santo varón.

Lo llamativo de este museo es que parece un desguace de romanos: hay torsos, piernas, cabezas... Lo de las cabezas es digno de admiración pues, como bien se explica en la institución a quien recorre sus estancias, «el retrato es uno de los campos más originales del arte romano, por el fuerte contenido de realismo que tiene en contraposición al griego, donde se prefiere una representación más idealizada, de arquetipos que no correspondían realmente a características fisonómicas concretas». Y es verdad. Porque aunque se les pegase algo de los griegos por el camino, las cabezas recuperadas de Itálica, Alcalá del Río y otros lugares de la Bética son una elocuente demostración de la larga tradición de fealdad que arrastra el género humano: ojos de huevo, papadas infames, narigones de aúpa... Llega uno a la Sala XVIII, que es donde están, y se siente como en la sala de espera del ambulatorio. Dan ganas de preguntar quién tiene las once y media: todos con la vista puesta en él, en piedra además, sosteniendo para la posteridad el reto de una mirada infinita.

Lo mejor de esa Sala XVIII es que antes está la XVII, donde mora la sensual Venus de Itálica representada en el momento, oh casualidad, de salir del mar mientras trata de cubrirse con un manto, por si la prensa rosa. Se habla mucho de esa Sala Imperial donde aparecen, enfrentados, Trajano y Adriano; de la Diana de la Sala XIX y del Mercurio de la XIV; del Mosaico de Baco en la XIII y de tantas otras maravillas, pero nadie debería perderse, en una de estas que acierte a bajar la cabeza, ese bonito y sencillo hallazgo de Munigua que tienen cariñosamente expuesto en la Sala XXIV: es modesto, parece una chiquilla con pelitos así, como de paje, y un mordisco dado donde debiera tener la nariz, como le pasa a la Esfinge. Es la ninfa antigua Hispania. Es cierto: desde que perdimos Portugal, España es muy chata. Ponerle cara a esta nación tal vez nos ayude a todos a comprenderla un poco mejor. Para tales epifanías intelectuales sirven estas instituciones, pues quien se niega a abrir la mente no encuentra cosa más aburrida que un museo, y su presencia en ellos solo es la de una estatua mirando estatuas. Demasiada piedra junta para el gusto de cualquiera.