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Actualizado: 12 mar 2018 / 09:57 h.
  • Murillo en la Catedral: misión, salvar las almas
    ‘San Isidoro’, visto por el pintor en la Sacristía Mayor. / Reportaje gráfico: Manuel Gómez, Txetxu Rubio, El Correo.
  • Murillo en la Catedral: misión, salvar las almas
    Visitantes contemplando uno de los paneles de la muestra.
  • Murillo en la Catedral: misión, salvar las almas
    ‘La Inmaculada’ pintada por Murillo para la Sala Capitular.
  • Murillo en la Catedral: misión, salvar las almas
    Dos cuadros presiden la exposición al pie de la nave central.
  • Murillo en la Catedral: misión, salvar las almas
    Tras la custodia de Arfe, ‘San Leandro’.
  • Murillo en la Catedral: misión, salvar las almas
    El artista pintó a San Fernando el año de su canonización.
  • Murillo en la Catedral: misión, salvar las almas
    El recorrido comienza en la Puerta del Nacimiento.
  • Murillo en la Catedral: misión, salvar las almas
    Operarios limpiando el Altar de Plata con ocasión de la Cuaresma.
  • Murillo en la Catedral: misión, salvar las almas
    Detalle del portón del Patio de los Naranjos de la Catedral.

En la Catedral, todo se diluye. La noción general es tan sobrecogedora que ni uno solo de sus rutilantes o sombríos tesoros es lo suficientemente inmenso o intenso como para atrapar la mirada demasiado tiempo, para sacarla de su estado general de asombro ante el conjunto. Recuerda a uno de esos gigantes gaseosos en eterno estado de tormenta; un agujero negro o algún otro fenómeno gravitatorio extremo de esos que dicen que hay por el cosmos y a los que es imposible sustraerse. Da igual que allí dentro, nada más entrar, se despliegue toda la panelería imaginable sobre Murillo y se muestren una tras otra las diecisiete obras que se conservan del pintor sevillano, la mayor parte de ellas en los espacios para los que fueron pintadas. Ni siquiera esa burrada de arte a mansalva consigue bajarle a uno la mirada a tierra: la nave central, el coro, los órganos, las bóvedas del crucero, el trascoro, el retablo mayor, las columnas, el mausoleo de Colón, el rosetón, las capillas, el altar de plata que en estos días reluce con renovados brillos de Cuaresma, la Sacristía Mayor, la de los Cálices, la Sala Capitular... anulan toda capacidad del ojo humano para centrarse en una sola cosa obviando las demás. Todo cede su grandeza a la idea de conjunto. Incluso Murillo.

El caminar, en la Catedral, suena bonito, como si se pisaran charcos de agua fresca. Da igual si es invierno o verano. El recogimiento al que invita es de orden natural, como los bosques y las cuevas, no como las iglesias. El edificio es obra humana, pero sus efectos no lo son. Cuesta imaginar a Bartolomé Esteban Murillo sustrayéndose a todo ello para pintar cualquiera de los cuadros que trabajó para el Cabildo desde 1656 hasta casi su muerte, acaecida en 1682. Dice la exposición catedralicia que le pagaban «altos salarios», como demuestran las liquidaciones que se conservan en el archivo de la institución. Pero no solo se dedicó a dar pinceladas este genio del Barroco: amigo íntimo de varios de los canónigos, empezando por el providencial mecenas Justino de Neve, el artista fue uno de los expertos que –como se señala en los paneles de esta exposición de Murillo en la Catedral subtitulada La mirada de la santidad comisariada por Ana Isabel Gamero González–, entre 1649 y 1652, informaron en la causa de canonización de San Fernando acerca de cómo debía ser la iconografía del rey que conquistó Sevilla. Su retrato (1671) es precisamente una de las dos obras que presiden la muestra, junto al de La Virgen entregando el rosario a Santo Domingo de Guzmán (1638-1640). Porque aquel mismo año en que pintó al monarca, subió este a los altares dentro de la gran promoción católica del siglo XVII, cuando se ganaron la aureola dorada San Ignacio de Loyola, Santa Teresa de Jesús, San Francisco Javier, San Isidro Labrador, San Juan de Dios, San Pedro de Alcántara, Santa Rosa de Lima, San Francisco de Borja... No hay que extrañarse: la gran operación contrarreformista postridentina estaba en marcha y se pedía –como también se recoge textualmente en los rótulos de la muestra–: «Enseñen con esmero los obispos que por medio de las historias de nuestra redención, expresadas en pinturas y otras copias, se instruye y confirma el pueblo recordándole los artículos de la fe, y recapacitándole continuamente en ellos. Además que se saca mucho fruto de todas las sagradas imágenes, no solo porque recuerdan al pueblo los beneficios y dones que Cristo les ha concedido, sino también porque se exponen a los ojos de los fieles los saludables efectos de los santos, y los milagros que Dios ha obrado por ellos, con el fin de que den gracias a Dios por ellos, y arreglen su vida y costumbres a los ejemplos de los mismos santos, así como para que se exciten a adorar y a amar a Dios y practicar la piedad». De eso se trata: de propaganda pura y dura contra la corrosiva acción protestante. Sumado a esta estrategia, el castigo de Dios de la peste, que entre febrero y julio de 1649 dejó la población sevillana en poco más de la mitad –con las consecuencias económicas, sociales, religiosas y de toda índole que se quieran imaginar–, disparó la necesidad social de prepararse espiritualmente para la muerte desarrollando su piedad y sus devociones. No hay que esforzarse mucho para comprender que este fuera, en Sevilla, el siglo de Justino de Neve y los Venerables, de Miguel Mañara, de la Caridad, de ese Valdés Leal que ridiculizaba las vanidades de la vida mostrando cómo desaparece esta In ictu oculi, en un abrir y cerrar de ojos, como puede verse en la preciosa capilla de la calle Temprado, escenarios todos ellos de los que se habló aquí profusamente semanas atrás.

Mientras tanto, la Catedral se consolidaba como epicentro de la vida religiosa sevillana no solo desde un punto de vista meramente litúrgico, sino devocional, que siempre fue y sigue siendo más importante en Sevilla. Para ello fue decisivo que, en 1604, el sínodo promovido por el arzobispo Fernando Niño de Guevara obligase a todas las cofradías a hacer su estación de penitencia a este templo metropolitano en Semana Santa. Con ello, encima, se consigue –y se citan de nuevo los paneles de la exposición– «el control total por parte de la autoridad eclesiástica de las manifestaciones de fe populares, regulándose otros aspectos» como los días de procesiones, la indumentaria reglada, la corrección de las imágenes, el tipo de insignias y todo lo demás. La religión oficial se apoderaba así de las normas de la religiosidad popular. Y todo ello, con la Catedral como solemnísimo meollo.

Murillo está presente en esa muestra, en la Capilla de Santiago (La venerable madre Sor Francisca Dorotea, 1674), en el altar que lleva el nombre del cuadro que lo decora (El Ángel de la Guarda, 1665-1668), en la Capilla Bautismal (La visión de San Antonio de Padua, 1656; El bautismo de Cristo, 1667-1668), en la Sacristía Mayor (San Isidoro de Sevilla, 1655; San Leandro, 1665) y en la Sala Capitular (San Pío, San Fernando, San Hermenegildo, San Laureano, Santa Justa, Santa Rufina, San Isidoro de Sevilla, San Leandro, La Inmaculada Concepción, todas ellas entre 1667-1668). Son su compañía Mercadante, Juan de Roelas, Pedro Roldán, Alonso Martínez, Alonso Vázquez, Juan de Arfe, Juan Martínez Montañés, Francisco de Goya, Duque Cornejo, Roque Balduque, Juan Bautista Vázquez el Viejo, Pedro Heredia, Pedro Millán, Vicente Menardo, Francisco Pacheco... en ese lugar tremendo donde las bocas se abren pero los nombres se olvidan.