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Actualizado: 13 sep 2018 / 11:07 h.
  • ¡Oh capitán, mi capitán, no te pongas fofo!
  • ¡Oh capitán, mi capitán, no te pongas fofo!
    Una de las ilustraciones de Matthew Allen para la guía de entrenamiento masculino de Walt Whitman.

Todo el mundo conoce y ha leído (y si no, habrá visto El club de los poetas muertos un par de miles de veces) a Walt Whitman. No hay en toda Norteamérica un poeta más famoso y que haya puesto a más gente mirando al horizonte con un rastrillo en la mano. Estremecedora es su visión de la extrema inmensidad en Hojas de hierba; conmovedores como un himno de las entrañas son esos versos suyos que dicen: ¡Oh capitán! ¡Mi capitán! Nuestro espantoso viaje ha terminado. / La nave ha salvado todos los escollos, hemos ganado el anhelado premio. / Próximo está el puerto, ya oigo las campanas y el pueblo entero que te aclama, / siguiendo con sus miradas la poderosa nave, la audaz y soberbia nave; / mas ¡ay! ¡oh corazón! ¡mi corazón! ¡mi corazón! / No ves las rojas gotas que caen lentamente, / allí, en el puente, donde mi capitán / yace extendido, helado y muerto. Recitado por Robin Williams ponían la carne de gallina y daban ganas de salir corriendo a alistarse en la tertulia literaria más próxima. Pero hete aquí que aquel mismo Walt Whitman también escribió otras cosas bastante impensables, de las que se ha sabido hace muy poco tiempo: unos artículos de prensa compuestos bajo el seudónimo de Mose Velsor y que han sido recopilados bajo el título de Guía para la salud y el entrenamiento masculinos, publicada ahora en España por Nórdica Libros. Como se explica en el prólogo, esas columnas «se publicaron en el relativamente desconocido periódico The New York Atlas, y durante más de ciento cincuenta años se ignoró que fueran escritas por Whitman. La serie de 47.000 palabras se publicó después de que las dos primeras ediciones de las famosas Hojas de hierba de Whitman salieran a la luz sin pena ni gloria, y antes de que se publicara la mítica edición de 1860».

¿Y qué consejos tiene que ofrecer el poeta al hombre de su tiempo para que no se ponga hecho un queso de bola, si tal fuese su propósito (como parecía serlo)? Pues algunos tan suculentos como el siguiente: «La parte principal de la dieta ha de ser la carne, con exclusión de todo lo demás». Este otro tampoco está mal: «Gran parte de la virulenta cruzada de nuestros días contra los licores fermentados y destilados no está en absoluto justificada por la verdadera teoría de la salud o de las leyes fisiológicas». Whitman era de la opinion de que se puede llegar muy lejos en esta vida a poco que se mastique un buen pedazo de carne de vaca todas las mañanas al amanecer, y así lo recomendaba a sus compatriotas lectores del periódico. Por cierto, que el despertar en la casa de los Whitman tenía que ser un tanto impactante, entre las propuestas para el desayuno y las recomendaciones higiénicas, a saber: «El hombre se levanta al romper el alba o poco después (si es en invierno, mejor antes). En la mayor parte de los casos, la mejor forma de comenzar el día es darse una rápida friega por todo el cuerpo con agua fría, usando una esponja o restregándose el agua con las manos, y a continuación secarse con toallas ásperas. Después de eso, se pueden usar guantes de crin de caballo, cepillos de piel o cualquier cosa que se tenga a mano, para darse fricciones y dejar la piel roja y brillante por todo el cuerpo... En cuanto se consiga ese rubor, se debería abrir la ventana, a menos que haga muy mal tiempo, y también la puerta, para que el cuarto se llene de aire puro». Es comprensible que así, con las carnes tumefactas, expuestas a la congelación y a punto de romper a sangrar, no apeteciese otra cosa que liarse a mordiscos con el ganado; de ahí a la licantropía solo median un par de poemas de exaltación de las trincheras.

«No se puede tener una salud varonil», escribió Whitman bajo ese seudónimo exculpatorio, «a menos que los poros de la piel se mantengan abiertos y se fomente la sudoración insensible, que un hombre activo segrega en grandes cantidades y cuya libre exudación es de la máxima importancia». El sudor era para él, a lo que se ve, una reacción muy varonil y no del todo invalidante, habida cuenta de los remedios disponibles: «Si el cuerpo está sudoroso (y es muy probable que lo esté), lo mejor es desnudarse, frotarse enérgicamente con paños secos y cambiarse de ropa interior». Tenga usted algo a mano lo suficientemente rasposo y erosivo con lo que frotarse de vez en cuando y coma novillos bravos, y no será el espectro de Whitman el que se le aparezca por las noches para atormentarlo.

A veces, él mismo predicaba con el ejemplo: «La barba es una gran protección sanitaria para la garganta», hasta tal punto que el afeitado «debería rechazarse por completo en todos los países del norte». Y a saber qué diría el poeta que llevaba dentro ante afirmaciones de este tenor: «Ninguna cantidad de cultura, intelecto o riqueza podrá compensar jamás a una comunidad por la falta de músculo, capacidad o coraje varoniles». ¡Oh, capitán, mi capitán, te cuelgan las carnes!

Hacer ejercicios varoniles (esto es, sin matarse, pero exudando todo lo necesario) no solo reporta beneficios físicos saludables, sino que mejora la vida en general al establecer «estrechos vínculos con la naturaleza moral e intelectual». ¿Algún consejo, de entre los muchos que da en su libro? Pues, entre otros muchos posibles, que quien desee fortalecer su salud y obtener en pago un físico varonil «hará bien en dedicar una hora por la mañana (pongamos que de 10 a 11) a algunos ejercicios para los brazos, manos, pecho, columna, hombros y cintura: levantar pesas, hacer ejercicios de boxeo o atacar con brío el saco (un gran saco lleno de arena, colgado de tal manera que pueda ser golpeado convenientemente con los puños)». Y si luego tiene a mano un bistec, mueran poetas.