El Correo fue clave en la coronación de la Virgen

Muñoz y Pabón, el imprescindible canónigo de Hinojos, publicó hace un siglo un artículo en el decano de la prensa sevillana pidiendo el raro privilegio para Nuestra Señora del Rocío

h - Actualizado: 26 may 2018 / 19:44 h.
"El Rocío en la provincia"
  • El Correo fue clave en la coronación de la Virgen
  • El artículo de Muñoz y Pabón se publicó el 25 de mayo de 1918. La buena nueva que anunciaba que la Virgen sería coronada se supo el 11 de septiembre de ese mismo año. / El Correo
    El artículo de Muñoz y Pabón se publicó el 25 de mayo de 1918. La buena nueva que anunciaba que la Virgen sería coronada se supo el 11 de septiembre de ese mismo año. / El Correo
  • El Correo fue clave en la coronación de la Virgen

La pelota está en el tejado. Ése era el título del artículo publicado en el Correo de Andalucía un lejano 25 de mayo de 1918 –era el sábado posterior a Pentecostés– para animar a la coronación canónica de la Virgen del Rocío. Francisco Muñoz y Pabón, canónigo magistral del Cabildo sevillano, rociero de pro y natural de Hinojos, se lanzaba a la piscina y enarbolaba una bandera que ya habían ayudado a levantar otros clérigos como el párroco de Niebla, Cristóbal Jurado Carrillo. En cualquier caso, fuera de quien fuera la paternidad de la idea, aquel artículo del todavía joven diario sevillano –que ya rebasa de largo el siglo de vida– fue el verdadero detonante de unos acontecimientos que se desataron sin solución de continuidad hasta conseguir que a la Virgen del Rocío le fuera impuesta una flamante corona de oro en poco más de un año.

«La imagen de Nuestra Señora del Rocío, Virgen la más popular de toda esta Andalucía Baja, con culto el más ferviente y la más acendrada devoción en las dos vastas provincias de Sevilla y Huelva, no está canónicamente coronada, y lo debiera estar». Así encabezaba el inquieto capitular el famoso artículo, que también tuvo la virtud de lanzar la célebre pelota a otros ilustres rocieros que acabarían convirtiéndose en los principales valedores de la iniciativa, tocando todos los estamentos que convergían en el rocierismo de la época. Rocianos –se empleaba este adjetivo en vez del de rociero– tan ilustres como el párroco del Salvador de Sevilla, Juan Luis Cózar, que había servido antes en Almonte; Magdalena Almaraz y Santos, hermana del arzobispo sevillano; y el prestigioso letrado Manuel Siurot, nacido en la Palma del Condado y ferviente devoto de la Virgen fueron interpelados por el célebre sacerdote, que con esa pieza periodística acababa de poner en marcha un equipo humano que no tardó en ponerse manos a la obra.

El artículo hacía una comparativa con otras devociones españolas: «¿No lo están (coronadas) la del Pilar, de Zaragoza; la de los Reyes, de Sevilla; la de las Angustias, de Granada; la de Begoña, allá por tierras vascongadas; la de los Milagros, del Puerto de Santa María; la de la Cabeza, de Andújar; la de los Remedios, de Fregenal de la Sierra...? Pues bien: aparte la del Pilar pues quien dice el Pilar dice toda España, ninguna de las anteriormente citadas, cuenta con una devoción más extendida. Ninguna tiene una hermandad en sinnúmero de pueblos de la región; ninguna encarna una fe más grande ni un amor más ardiente en partidos y partidos...».

Pero el canónigo iba más allá y pedía que declararan al Rocío y todo su universo como monumento nacional. Muñoz y Pabón hablaba «del Rocío promesa y el Rocío, exvoto... el Rocío, peregrinación a pie y el Rocío, penitencia... el Rocío, rosario y sermón que no se oye, porque los vivas son más elocuentes que los razonamientos... el Rocío, procesión, que ha menester para desenvolverse, y aun así le viene estrecha, toda la inmensidad de la marisma...».

Todo estuvo listo en apenas un año. El cardenal Almaraz, arzobispo de Sevilla, hizo suyo el proyecto desde los primeros momentos y además de aportar su rico anillo pastoral para la realización de la corona, no tardó en elevar al Capítulo de San Pedro del Vaticano –que tenía la prerrogativa de aprobar las coronaciones pontificias, un rarísimo privilegio para la época– una petición que se iba a aprobar en pocas semanas. El 11 de septiembre siguiente, un telegrama llevaba la buena nueva al palacio arzobispal de Sevilla. No debió ser ajena a aquella celeridad, además de la mano de la Virgen, que el prestigioso cardenal español Rafael Merry del Val fuera prefecto de los canónigos romanos.

El tiempo apremiaba y pronto se planteó la cuestión de la corona. Desechados los primeros proyectos, se impuso, una vez más, el criterio de Muñoz y Pabón. Después de no pocos desencuentros se acabaría eligiendo la tozuda idea del canónigo, que no era otra que realizar una réplica de la presea de la Inmaculada Grande de la Catedral sevillana, obra de Juan de Arfe. El encargado de la reinterpretación de la joya iba a ser el platero Ricardo Espinosa de los Monteros.

Todo estaba preparado. Había corona, licencia pontificia y una fecha escogida. Pero hay que ir a la mejor fuente, la crónica de El Correo de Andalucía publicada el martes siguiente a la efemérides, para acercarnos a los avatares de aquel 8 de junio de 1919, domingo de Pentecostés: «Esta mañana a las cinco, se trasladó el Sagrado Simulacro desde su altar al que se ha dispuesto fuera de la ermita para la ceremonia de la coronación». El enviado especial de El Correo daba cumplida información de los detalles que rodearon la ceremonia haciendo especial hincapié en el momento de la coronación, que se verificó después de la misa oficiada por el provisor de la archidiócesis: «Terminado el Santo Sacrificio, el señor Cardenal pronuncia una sentidísima y elocuente alocución, felicitando a las hermandades por la coronación de su titular».

Las escasas fotografías de la época reflejan el momento posterior y la precariedad del altar efímero que se había montado para la ocasión. Junto al cardenal Almaraz, muy cerca de la imagen de la Virgen del Rocío, se advierte la sotana negra de Muñoz y Pabón. «Acto seguido, el señor Cardenal se reviste de sobrepelliz y mitra, da la bendición a todos los presentes y a continuación sube al paso de la Virgen y coloca sobre la cabeza de la Sagrada Imagen y la del Niño las coronas que le ofrenda el amor de sus hijos. El momento resulta indescriptible. Las aclamaciones se suceden continuamente. Las bandas interpretan la Marcha Real y la pluma se cae de las manos.... El señor Muñoz y Pavón sube al paso y afianza las coronas; al bajar tiene que hincarse, tapándose el rostro con las manos para ocultar su inmensa emoción... Aún dura el entusiasmo en el momento que escribimos estas cuartillas que no podemos alargar si queremos, dada la escasez de comunicaciones, lleguen hoy mismo a Sevilla».

No está de más recordar algunos detalles que rodearon aquella sencilla ceremonia. La corona del niño fue realizada por la joyería Reyes de Sevilla –al igual que la corona de oro de la Macarena– y fue donada por otro ilustre rociero, el Vizconde de la Palma, que empleó joyas de su familia en la realización de la presea. Costó, en 1919, 15.000 pesetas. La Virgen recuperó las ráfagas dieciochescas que desde entonces, junto a la corona de oro, forman parte de la iconografía más extendida de la Virgen del Rocío que en aquellos años aún solía usar las decimonónicas ráfagas de puntas. La anécdota llegó con la colocación de las piezas al revés dado que no se recordaba su correcta ubicación a los flancos de la Señora.

La Reina de las Marismas llegó a verificar dos salidas consecutivas de su ermita durante aquella romería de 1919, en apenas veinticuatro horas. Además de la procesión posterior a la coronación, la Virgen del Rocío cumplió con su habitual salida de la mañana del Lunes de Pentecostés. Ése fue el primer año en que llego el primer automóvil a la aldea almonteña. Algo había cambiado. Muñoz y Pabón moriría sólo un año después de ver coronada a la Virgen del Rocío. La antigua calle del camino de Almonte, rotulada con su nombre, recuerda hoy su memoria en una aldea muy distinta de aquel poblado de chozos que asistió a la coronación canónica de la Reina de las Marismas hace casi un siglo...