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Actualizado: 27 jun 2017 / 22:23 h.
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Es uno de los placeres de las amanecidas adelantadas y los crepúsculos demorados de los días que se despiden de San Juan y apuntan a la Virgen del Carmen. La última brisa de la jornada levanta la marea y los primeros rayos de Sol adentran en la ciudad los olores del campo. Cuando vence junio, la madrugada huele a trigo segado a la vez que la luz se revela desde Oriente o se apaga detrás del Aljarafe. Desgraciadamente hemos perdido esos estímulos. Sería una quimera preguntar a tantos y tantos niños de hoy por dónde amanece o cuándo toma postura la Luna.

Pero es el signo de estos tiempos que hace mucho tiempo perdieron el auténtico referente de la naturaleza y sus valores agrarios. Hemos metido el campo en el molde estrecho de esos parques que se riegan con periquitos y se bañan en lagos de la Señorita Pepis. Pero también hemos otorgado individualidad a los animales mientras nos olvidamos de los hombres.

La reflexión viene al pelo de lo sucedido en los pinares de Mazagón. Una gestión mal entendida del campo y su equilibrio ha favorecido la multiplicación de unas llamas que antes evitaban el hombre y las bestias con sabiduría heredada. El ecologismo mal entendido –dictado desde despachos en los que ni siquiera se sabe dónde está el campo– ha tronchado muchos usos inmemoriales. Que le pregunten a los ganaderos cuántos papeles tienen que mover cuando se despeña una vaca por un barranco. Hemos dejado de comer hasta a los buitres mientras nos damos golpes de pecho con las lenguas de fuego.

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