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Actualizado: 02 sep 2018 / 23:46 h.
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  • Imagen de la obra de Muhammad Al-Sharif Al Idrisi de 1154 que se encuentra en la Biblioteca Nacional de Francia. / El Correo
    Imagen de la obra de Muhammad Al-Sharif Al Idrisi de 1154 que se encuentra en la Biblioteca Nacional de Francia. / El Correo

Cuando a finales del siglo XII el geógrafo Al Idrisi divulgaba las rutas existentes en lo que hoy es el territorio de Andalucía, todas estaban jalonadas de ciudades situadas unas de otras, más o menos, a una jornada de camino. Casi seguimos encontrando hoy las mismas con idénticos nombres, adaptados –eso sí– a la fonética castellana porque casi todas ellas, aunque presuman de remotos orígenes romanos o púnicos, deben en realidad su esplendor a los siglos medievales, con un pie en la cultura de Al Ándalus y otro en la nueva Castilla bajomedieval o renacentista que fue Andalucía. El romancero, forjado verso a verso en esos siglos, lo pregona en poemas como el de La toma de Antequera, Álora la bien cercada, Ay de mi Alhama, Abenámar, Romance del cerco de Baeza, Río Verde...

La mayoría de ellas tienen un emplazamiento singular en el paisaje y albergan edificios o restos de muchas épocas; casi siempre fueron piezas importantes a lo largo de los siglos para la guerra y la defensa, para el comercio y, en especial, para cuanto se desprendía de la cultura agraria.

De un tiempo a esta parte se las ha llamado ciudades históricas medias definiéndolas por su dimensión pero tal vez habría que dejarse llevar por la intuición de Tolkien y dar al calificativo medias un sentido legendario, una personalidad de ciudades frontera. Fronteras entre siglos, entre civilizaciones, entre cuencas fluviales, entre el olivo y el trigo, la vid y el naranjo, entre ellas mismas.

Muy pocas –quizás ninguna– quedaron despobladas como sucedió en otras partes; no se convirtieron en arqueología sino, al contrario, en cada una los saberes de una generación pasaron a la siguiente perdurando, junto al patrimonio material, espléndidos jalones de un tesoro inmaterial en fiestas, gastronomía, artesanías y costumbres.

Salpican la geografía andaluza desde los confines del norte a las playas del sur y las sierras que lindan con Portugal y cada cual guarda cristalizaciones culturales distintas. Ninguna dejará de tener características que las definen como andaluzas y, a la vez, serán singulares, distintas. Eso es lo que sucede con Segura de la Sierra, Guadix, Vélez Blanco, Serón, Loja, Antequera, Alcála la Real, Montilla, Baena, Aguilar de la Frontera, Palma del Río, Arcos, Vejer, Medina Sidonia, Alcalá de los Gazules, Sanlúcar de Barrameda, Niebla, Aracena y muchas más hasta formar un sistema de ciudades que no tiene parangón en toda España y sólo igualado por algunas regiones italianas.

El territorio sevillano está particularmente cuajado de estas poblaciones: Écija, Carmona, Marchena, Osuna, Estepa, Lebrija, Alcalá de Guadaíra, Sanlúcar la Mayor... forman un conjunto único y mantienen un importantísimo acervo tanto de patrimonio histórico–artístico como el que guarda costumbres, usos, ceremoniales, cantos y músicas de tradición oral...

A su persistencia, más que la inteligencia o la buena voluntad (éstas sólo se han hecho presentes en la contemporaneidad y no siempre con buenos resultados) contribuyeron históricamente el haber pertenecido a los estados de alguna casa nobiliaria o haber luchado contra las imposiciones de alguna de ellas, la continuidad de una sociedad agraria tradicional que aún recordamos los de mi edad con múltiples peculiaridades a lo largo del año y el aislamiento que las dejó «lejanas y solas».

Lo que sucedió en nuestras ciudades fue algo muy distinto y, en el fondo, muy simple: Andalucía pasó por el XVIII sin enterarse de que en otras latitudes se lo llamaba el Siglo de las Luces. A pesar del empeño que algunos pusieron por sembrar academias y sociedades científicas (eso sólo fructificó en algunos lugares muy concretos y con unas élites muy reducidas), a lo largo y ancho de su geografía, aparecieron en su lugar las aficiones con sus héroes locales, ya fueran toreros, cantaores, tonadilleras o imágenes de Cristo o de la Virgen propias de cada lugar y encarnadas allí.

No pasó por estas ciudades –ni por Andalucía con excepción de Cádiz– el mercantilismo que recorría el mundo y serviría de base a la Revolución Industrial. Sólo les quedaron restos monumentales de los días del pasado y, junto a ellos, el presente vivo de esos rasgos identitarios que llenaban el sentimiento de la gente: fandangos, fandanguillos, soleás, tonás, alegrías, peteneras, bulerías, tangos, cachuchas, verdiales, saetas, tarantos, trilleras, livianas, cañas, polos, jaberas, serranas, rondeñas...; recetas culinarias cocinadas por el hambre, ceremoniales, romerías acordes con el calendario del sol y de la luna, leyendas, refranes, costumbres ancestrales...

La red de ciudades históricas medias de Toscana o Umbría, en Italia, o las de determinadas regiones francesas pueden poseer un cúmulo parecido de monumentos tan bien restaurados como los de aquí (en eso las ciudades medias han sido más afortunadas que las capitales) pero están, prácticamente, faltas de los elementos patrimoniales intangibles de las nuestras que, además, los poseen cada una de ellas con características diferenciadas de las otras. Se los llevaron, paradójicamente y al alimón, el mercantilismo y la Revolución Industrial.

Pero si entonces aquí, por desgracia aunque luego se tornara en suerte, esos dos depredadores no pasaron, hoy sí existen otros: son el consumismo desaforado que ha sustituido el valor de uso por el de cambio, la banalización que ha hecho de la cultura algo que cabe en un teléfono y el localismo miope: peligrosas carcomas.

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