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Actualizado: 02 dic 2016 / 22:51 h.
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No siempre se acierta de manera tan rotunda, seleccionando un personaje y una obra tan brutal como indispensable, para denunciar sin acusación, y señalar sin dedo apuntador. En días de Españas similares, Cervantes ha tenido a bien reconsagrar como maestro por excelencia a Mendoza, el hombre que nos enseñó a describir la realidad no oficial, novelándola, para esquivar al régimen.

Emigró a Nueva York para poder decir «Que España era amarga, triste y violenta». Poco después escribió Los soldados de Cataluña, cuatro palabras y un concepto que censuró la dictadura, y que obligo a retitularlo como La verdad sobre el caso Savolta. Desde entonces bibliotecas y santuarios de la lectura lo asumieron como de imprescindible consumo.

Tras la muerte de Franco, junto con los textos de los clásicos, Mendoza entró en el club de la literatura de la Transición, y dejo de ser maldito para convertirse en referente de una generación, que subrayaba aplicadamente los renglones de Marx, a la vez que devoraba cada pasaje del hombre que dio sin amagar. Ese primer libro suyo nos encadenó de por vida, plasmó renglón a renglón con tanta exactitud, y tan cargado de contenido social, la Barcelona de principios de siglo, que parecían flashes fotográficos de ultimísima generación.

Uno de sus recursos literarios favoritos, como era el paralelismo entre pasado y presente, lo convirtió en precursor de época, donde los perfiles no desaparecen nunca, incluido el actual, porque el andamiaje del sistema continua siempre sin desmontarse, lo que suele provocar estados enfermos y en descomposición, incapaces de redistribuir las riquezas de un país, para que todo el mundo tenga pan y techo de calidad.

Mendoza hacia magia con la pluma, nos seducía, y enredaba, hasta quebrar la disciplina de la lectura política. Cuando creíamos que estábamos con la ortodoxia del manual, aparecían las intrigas y el desamor, y desmontaba la mirada infantil, de quienes creían que la vida política no trasciende por senderos tan definitorios como los requetehumanos ¡Si quien mastica el polvo supiera...!