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Actualizado: 15 jul 2018 / 22:22 h.
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  • ¿Cuánto hay que poner?

Soy el trabajador que más años lleva en El Correo de Andalucía, el más veterano. Podría decir también que soy el que más quiere a este diario sevillano, el decano de la prensa de la capital andaluza, por lo que me ha dado, pero resultaría extraño porque llevo treinta y cinco años en la empresa y no he logrado dejar de ser un colaborador, que tampoco es moco de pavo.

Es verdad que no he peleado mucho para que me hicieran plantilla, quizá también por ser un hombre con un gran sentido de la libertad y la independencia. Cuando nací le dijo la matrona a mi madre: «Lo siento, Pepa, pero acabas de dar a luz a un autónomo no más grande que un gazapillo». ¡Un autónomo, joder! Pues sí, y a mucha honra. Un castizo y genuino autónomo español del sur.

No es que sea un masoquista, porque los autónomos estamos muy maltratados en España, pero en este trabajo, el de crítico de flamenco y columnista, la independencia es fundamental. Voy a mi aire, pero a mi aire y todo, llevo escritos miles de artículos de flamenco y de otras materias en este diario. Es mi único patrimonio, además de una casa que todavía es del banco, en concreto de la hija de Botín, y un archivo que seguramente tendré que vender algún día para pagar la residencia, la dentadura postiza o el tacatá, ese artilugio que les dan a los ancianos para que regresen andando a la infancia.

Cuando empecé a colaborar en el diario, estando en la Carretera Amarilla y con el Padre Javierre de director, no pedí jornal alguno ya que me daba vergüenza querer ganar un sueldo sin saber hacer la o con un canuto, porque no venía de la Universidad sino de las calicatas y los andamios. Era un albañil de poco más de veinte años que soñaba con ser crítico de flamenco y escribir algún día en el periódico que leía desde adolescente en el bar de al lado de casa, cuando Rogelio sentaba de culo en el césped del Benito Villamarín a los mejores defensas centrales de España, en los setenta.

Quería escribir, no vivir del periodismo. Además, siempre temí que un día me pidieran el certificado de estudios primarios o el graduado escolar y que tuviera que decirles que no los tenía porque tuve que abandonar el colegio a los 12 años para ayudar en casa, donde la economía era un poema en blanco y negro de la posguerra. En El Correo jamás importó si tenía o no estudios, solo si sabía de flamenco y, sobre todo, si estaba dispuesto a aprender a juntar las letras con algo de arte y pellizco de la tierra de María Santísima.

En estos treinta y cinco años he vivido algunos momentos delicados en esta casa y siempre salíamos adelante. El Correo jamás se ha rendido y prueba de ello es que tiene ciento veinte años de historia, que se dice pronto. Cuando empecé a leer este periódico vivía en la Carretera de Su Eminencia y me gustaba comprarlo porque se ocupaba de los barrios más abandonados de Sevilla, entre ellos el que he citado. Y también de los pueblos. Y del flamenco, con sección fija semanal desde los años sesenta, cuando la llevaba el ya desaparecido Juan de la Plata, el flamencólogo jerezano. El Correo era ya entonces un diario cercano al pueblo y, sobre todo, a la gente menos pudiente, y en ello sigue.

Si desapareciera, algo que está siempre ahí, ¿qué haría? Ni idea, porque llevo en él más de la mitad de mi vida y no me veo escribiendo en otro periódico. Soy de El Correo, estoy hecho a él y creo que no valdría para ningún periódico que no sea este. Soy como el clásico jugador de club de fútbol modesto que se queda toda su vida en él porque entiende que es ahí donde es bueno y que en un club de los grandes, como el Barcelona o el Madrid, sería uno más de los de atrás.

¿Me imaginan escribiendo sobre mi madre, mi abuelo, mi perro o la vega de Mairena en las secciones de opinión de El País o El Mundo? Yo no, solo en El Correo, donde me dejaron por imposible hace años para que fuera a mi aire, que para eso soy autónomo. Si desapareciera El Correo, Dios no lo quiera, me tendría que buscar la vida de alguna manera y les confieso que ya no estoy para las calicatas o los andamios. No se me da mal escribir libros, pero no dan un sueldo. Una opción sería dar charlas de flamenco, pero para eso hay que llevarse bien con los políticos y tengo la manía de ir contra mi puta nevera.

Lo dije una vez, creo que en este mismo periódico, y lo repito: para mí El Correo no es un sueldo o una jubilación, es un sueño realizado, y los sueños no se cambian ni se venden por nada. Malas tripas tendría si renegara del periódico que me ayudó a ser importante y a ver cumplido el sueño de escribir nada menos que en un diario de Sevilla, la ciudad más bonita y flamenca del mundo.

¿Saben una cosa? Que sepa, soy el único de mi familia que ha podido vivir de escribir en un periódico. El único, que ha escrito libros y que ha hecho programas de radio y televisión. El único, al que le han dado un premio nacional por escribir, aunque sea con faltillas de ortografía. El único, al que le han tributado homenajes en peñas, asociaciones de vecinos o fundaciones. Y el único que fue capaz de dejar el pico y la pala para ser profesional del periodismo.

Todo esto se lo debo a este periódico, al que nunca podré devolver tanto como me ha dado. Por consiguiente, si llegan de nuevo los problemas, la incertidumbre, el miedo a qué pasará, es el momento, otra vez, de decir que aquí estoy para lo que haga falta, para trabajar más, echar más horas y partirse la cara con quien haya que partírsela. La cara y algo más.

El Correo no es una fábrica de zapatos o una fontanería, es un periódico con ciento veinte años de historia que ha sido leído por mis antepasados. Mi madre y mis tíos de Arahal compraban El Correo para saber qué decía, porque se sentían orgullosos de mí. Por tanto, ¿cuánto hay que poner? ~