Image
Actualizado: 26 sep 2016 / 23:00 h.
Facebook Twitter WhatsApp Linkedin Copiar la URL
Enlace copiado

El otro día se anunció el año de Murillo con muchas exposiciones y otras actividades y, tanto en el anuncio como en las declaraciones de autoridades y expertos, se ha puesto tanto acento en el personaje, que parece tratarse de un desconocido del que hay que aprovechar la fecha del nacimiento para ponerlo en valor. Sin embargo, en este caso, sucede todo lo contrario: fue la inmensa fama del pintor la que mantuvo el nombre de Sevilla cuando ésta más lo necesitaba, o sea, en la postración que vivió a lo largo del XVIII y una parte del XIX. Hasta la Guerra de la Independencia quien decidía venir lo hacía, fundamentalmente, para ver lo que habían salido de sus pinceles o se le atribuía, muchas de las que, luego, los franceses napoleónicos se llevarían sin reparar ni siquiera en las de Zurbarán o Valdés Leal.

La familia Bécquer –como otras muchas– vivió de la venta de cuadros murillescos y, después, aparecieron las estampaciones de millones de ellos en todos los formatos; los productos más diversos, desde aceites, dulces de membrillo o polvorones, buscaban el impulso del comprador por medio de las inmaculadas o el pastorcito divino. Ese Año Murillo podría haber tratado de llevar a cabo no una o varias sino la Exposición del pintor con todos sus cuadros dispersos por el mundo pero eso es, a estas alturas, imposible. Igual de imposible, por lo visto, que aprendamos a planificar las cosas con tiempo. Nos queda, sin embargo, Sevilla y la ocasión de mostrar la Sevilla de Murillo a quien quiera venir a verla con él de cicerone.