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Actualizado: 11 sep 2018 / 22:30 h.
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Teníamos a Cifuentes; después a Casado y ahora una ministra del gobierno de los 84 escaños de la que, esa es la verdad, ni siquiera sabíamos el nombre. Ha hecho falta esta breve polvareda para identificar el rotundo apellido de una señora que –olvidadiza ella– cogía un taxi o era llevada por su nuera Candelaria a no sé qué clases y en no sé qué lugar.

El asunto solo sirve para constatar demasiadas y tristes certezas. Una de ellas es la empobrecedora endogamia de las universidades españolas. Cualquiera que haya pasado por sus aulas sabe cómo se nutren los cuadros docentes de los claustros. En estas batallas, como en tantas, la excelencia hace tiempo que perdió la partida.

Pero el asunto es más grave aún y certifica la politización de todos y cada uno de los resortes de la vida doméstica de este país. Y no se libra ni una esquina. Esa es una de las grandes taras de esa transición que ahora quieren dinamitar todos los que sueñan con el peor, mejor. La entrega de las llaves de las vidas y haciendas de los españoles a la grey política sólo ha servido para reventar la sociedad civil y sus resortes naturales. Mandan los partidos y lo que hay dentro, apesta. Hay un tercer asunto que también sirve para calibrar la calidad de los personajes que pululan por esa casta: necesitan adornar el currículum con méritos que nunca poseyeron ni son capaces de lograr en corto y por derecho. En el siglo XVII ambicionaban la cruz de Santiago en su jubón. Hoy se trata de másteres. La ruindad es la misma.

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