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Actualizado: 28 sep 2016 / 00:00 h.
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El cierre de cierto horno con nombre de convento en la yema de la avenida no es ninguna noticia, desgraciadamente. Sí lo es, si se confirma lo que ya se habla, la irrupción de una conocida multinacional del pollo frito que pondrá un ladrillo más en la despersonalización de un centro histórico que empieza a ser un trampantojo de sí mismo. La caída del comercio y la hostelería tradicional —que prestan ese pulso inigualable a otras capitales europeas— se ha aliado a otros fenómenos más o menos recientes. Lo antiguo, la mejor de las veces, se sustituye por su remedo como en esas modernas franquicias que levantan una solera impostada con olor a fotocopia. Mejor no hablar de aquellos bares de auténtico sabor fagocitados en la apoteosis de lo hortera.

Pero hay más teclas que tocar: la más dramática es la progresiva museización de la Catedral, que ya alcanza al Salvador. La vieja Colegiata está pagando un alto peaje por esa restauración que le devolvió sus esplendores pero —de alguna manera— también le robó el alma. En la Magna Hispalensis la chancla gana por goleada a los rezos. La ecuación es complicada pero hasta el propio arzobispo Asenjo mencionó un asunto que, por ahora, nadie ha querido tener en cuenta. En la catedral, para visitar a los santos hay ser escrutado por las azafatas, dar demasiadas explicaciones y pasar muchas cadenetas. A veces conviene mirar más allá de Carmona. En otros lugares han logrado compatibilizar el culto con el turismo. ¿Tan difícil es el empeño?

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