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Actualizado: 29 jul 2018 / 23:06 h.
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  • El flamenco ni se crea ni se destruye

En la presentación del espectáculo que Rafaela Carrasco estrenará en la próxima Bienal de Flamenco y cuyo argumento recorre el devenir de la escuela sevillana de baile (aún no se han buscado, de verdad los porqués de por qué Sevilla tiene escuela en poesía, pintura, escultura, arquitectura, tauromaquia, baile, tal vez, algún arte más y, seguro, otra docena de artesanías u oficios) el terreno entre lo flamenco y lo que parecía no serlo se volvía resbaladizo en las preguntas y las respuestas de artistas y periodistas porque unas y otras no tenían más remedio que irse hacia atrás en el tiempo hasta llegar a la niebla que rodea el nacimiento de aquellas ejecuciones dancísticas que han llegado a nosotros de forma fragmentaria, o por algunas huellas literarias, o unos pocos y débiles jirones prendidos en la tradición oral.

Son los resquicios por los que han de meter los dedos quienes se propongan hurgar en ese pasado en el que existen muy pocas líneas divisorias y, por supuesto, ninguna que indique la latitud en la que surge ex nihilo el flamenco.

El mito de la creación de la nada es tan viejo como la mente humana, tan primitivo como la primitiva mente de esos ancestros nuestros que pintaban ciervos y bisontes en las cuevas y abrigos pero, así y todo, aún seguimos parámetros similares cuando tendemos a poner fecha fija a aquellos fenómenos faltos de investigación y, por tanto, de explicaciones: así la España del año 710 era romana y la del 712 árabe, la de 1974 franquista y la de 1976 democrática...

El hilo del discurso, sin embargo, que se trenzaba el otro día sobre el devenir del baile en Sevilla está del otro lado de esa línea en la que se afirma la sedimentación lenta de las cosas. Mirando desde ella, el flamenco, como la mayoría de las manifestaciones de canto y danza que hoy forma parte de la idiosincrasia de muchos territorios penínsulares, incluidas la sardana y los aurresku vascos, aparece en la Andalucía –en Cádiz, concretamente– del siglo XVIII como reacción (ya sea de rechazo o de asimilación bajo formas populares o antiilustradas) a las modas francesas traídas por la nueva administración. En las Cartas Marruecas de José Cadalso, verdadera radiografía de la España de su tiempo, está muy presente la diversificación folclórica –avant la lettre puesto que la noción de folclore aun no ha aparecido– de las distintas regiones, o países como él también las llama.

Lo que sucede es que, en Andalucía, dentro de esa reacción, se da otra, la de la gente flamenca, que no gusta ni a Cadalso ni tampoco al máximo defensor de lo español, el vizcaíno Juan Antonio de Iza Zamácola, Don Preciso, autor del libro Colección de las mejores seguidillas, tiranas y polos que se han compuesto para cantar a la guitarra donde, a la par que defiende las creaciones patrias, pone a montar en burro a quienes las cantan estentóreamente y arrancándose los botones de la camisa. Así nacía lo flamenco como forma rebelde de cantar y bailar con tonos y ritmos libres aquello que otros cantaban y bailaban como Dios mandaba.

Ayudado en el siglo XIX por la corriente romántica y filoexótica, la música y la danza nacidas en el denostado ambiente flamenco y que ya se llaman flamencas crecerá en importancia hasta pasar a representar «lo español» en teatros de Europa y América y en acontecimientos internacionales como las Exposiciones Universales.

A finales de ese siglo el flamenco será tomado por los regeneracionistas como una de las causas de la pérdida de las últimas colonias pero un cuarto de siglo después servirá de musa a las vanguardias poéticas y, en especial, a la Generación del 27. Tras la guerra civil la dictadura lo tomará como «hecho diferencial» para demostrar que «España era diferente» y, en los años 60 volverá a parecer un flamenco abierto e, incluso, antifranquista que, a su vez, inspirará otros movimientos como el del rock andaluz con los grupos Triana, Alameda, Medina Azahara... y desembocará en las nuevas líneas de de creaciones clásicas que, de la mano de Juan Peña Lebrijano, Lole Montoya, Manuel Molina, José Menese, Camarón, Enrique Morente... se produjeron hasta hace muy poco.

En ese clima nació, tras las primeras elecciones municipales democráticas, la Bienal de Flamenco de Sevilla con la vocación de poner al flamenco en el conjunto de las artes escénicas y de presentar cada dos años lo que, en el terreno del cante, el toque y el baile, fuera apareciendo y, con ella, se produjo el milagro que Manuel de Falla y Federico García Lorca habían intentado –sin conseguirlo– con el Concurso de Cante Primitivo Andaluz en la Granada de 1922: por un lado, como en toda la literatura, la música y las artes, el flamenco fue consolidando su acervo clásico y, por otra, los artistas, innovando, fueron entrando en contacto con nuevos instrumentos, nuevos temas, nuevas formas...

Lo que hasta poco antes habían sido hechos aislados, como la guitarra de Paco de Lucía o el baile de Vicente Escudero, se convirtió en un fenómeno general: en el toque con el piano de Dorantes y de otros varios, çla viola de gamba de Fahmi Alqhai... en la danza con María Pagés, Israel Galván, Eva Yerbabuena, Rocío Molina, Andrés Marín...) mientras se abren paso en el cante José Valencia, Tomás de Perrate, La Tremendita, María Terremoto...

Con su aparición en la oscuridad del Siglo de las Luces, el flamenco fue la nueva encarnación de cuanto Andalucía había producido en los de Oro y, desde entonces hasta ahora, no fue nunca lo mismo, no quedó estático, jamás fue canto, música o baile regional sino energía. Y, ya se sabe, la energía no se crea ni se destruye; sólo se transforma. Lo enunció Antoine-Laurent Lavoisier en medio de aquella centuria luminosa.

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