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Actualizado: 23 feb 2017 / 15:59 h.
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  • El juego

Por Marta de Osuna, ganadora de la IX edición de Excelencia literaria

—Vale... Que ya... Que esta actividad la odias, pero si no vienes, te echarán de la partida.

Juan miró a sus compañeros, que preparaban el dichoso juego. Desde que empezó sexto de primaria sus recreos se habían convertido en el equivalente a una prueba de vida o muerte. Esta vez, les había tocado en la pista de tenis: un equipo recogía cincuenta pelotas mientras el otro se colocaba en línea recta, delante de la pared.

—Me quemarán. Además, David, casi siempre ganan los otros, ¿Qué más da?

La clase se había organizado en dos grupos, uno con camiseta azul y otro con atuendo rojo, los clásicos enemigos. Cada semana un equipo organizaba una prueba al otro; el que obtuviera más victorias, al final recibía un premio en recompensa (una merienda, que los contrincantes les hicieran los deberes, etc.).

—¡Eh, rojitos! ¿Estáis ya preparados?

David agarró a su amigo por los hombros, mirándole fijamente. Era de estatura media, delgaducho, de pelo castaño y tenía unos ojos francos que transmitían el coraje de su voz. Desde el primer momento se había tomado muy en serio todo el juego, como si fuese algo determinante.

Juan, en cambio, era más desgarbado y bajito, pálido, rubio y con unos ojos grandes, azules y muy redondos. Se había apuntado a aquel enfrentamiento por sus amigos.

—Escúchame Juan: es verdad, no hemos ganado muchas partidas, pero aun así te necesitamos. ¿Entiendes?... —le zarandeó—. Despierta. Juanito. ¿Y si es esta la vez en la que ganamos? Pero, claro, por culpa de tu miedo no lo vamos a conseguir. Mi madre dice que si luchas por algo, puedes conseguirlo o no; pero que si te rindes, tienes la derrota de primeras.

—Vosotros dos, id al frontón. Ya, o no jugáis.

—Ni siquiera entiendo cuál es el fin de esta partida —resopló Juan.

—¡No pasa nada! Solo tenemos que aguantar hasta que el otro equipo se quede sin pelotas. ¡Esfuérzate!

Juan dejó escapar una risa más confiada mientras David le revolvía el pelo.

—¡Os vais a enterar, azulones! –vociferó de camino a su puesto, seguido por sus compañeros.

Escucharon la señal de inicio y las pelotas volaron por toda la pista. Los primeros niños no tardaron mucho en caer quemados.

—Oh, ¡mierda! Rodri, te has pasado de fuerza.

—Lo siento, miss Ana —rio burlonamente el tal Rodri, cuya puntería era excepcional.

Entretanto, Juan pasaba desapercibido. David, que orgullosamente ocupaba el lugar central de la pista, esquivaba con agilidad las pelotas.

En unos minutos, Rodri se hizo con las dos últimas pelotas sin preguntar a los demás miembros de su equipo y observó a los dos únicos jugadores que quedaban a salvo: David y Juan.

—De David me lo esperaba, pero, ¿Juan? ¿Cómo han podido quemarse otros antes que tú?

Juan tragó saliva, desconfiado.

«Va a por mí. Mi equipo va a perder».

Rodri observó a David mientras estiraba el brazo, pero lanzó la pelota con todas sus fuerzas hacia Juan, con un movimiento de muñeca.

Juan cerró los ojos, esperando un impacto que nunca llegó. En cuanto los abrió, vio la mano de su amigo a escasos milímetros de su cara, con la pelota entre los dedos.

—Rodrigo, eres un sucio. Si llegas a darle, le rompes la nariz —le espetó con fiereza, consciente de que estaba eliminado—. Sabes que no vale apuntar a la cara.

Rodri estalló en una risa mientras sus compañeros le miraron molestos.

—De acuerdo... ¡Lo siento! —dijo—. Solo queda una pelota. ¿Acabamos u os rendís?

David se giró hacia Juan y le dio unas palmadas en el hombro.

—Da el máximo de ti y no te preocupes. No estás solo. Ahora mismo, eres todo el equipo rojo. Si pierdes, perdemos todos. Si ganas, ganamos todos.

David salió del campo y se unió al resto de quemados.

—¡Juan, tú puedes! —gritó Ana.

Juan se concentró en los movimientos de Rodrigo.

—¡La pelota, Juan!... ¡Puedes esquivar la pelota!... —escuchó.

La actitud de aquel niño había cambiado: no estaba dispuesto a rendirse.

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