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Actualizado: 20 ago 2018 / 23:00 h.
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No es la primera vez que la Iglesia pide perdón por haber hecho exactamente lo contrario de lo que dejó encargado Jesús de Nazaret. Podría trazarse una Historia del Perdón paralela a la Historia de la Iglesia, porque en estos dos mil años –especialmente desde que la institución es asumida por el Imperio Romano–, la Santa Sede ha abusado, se ha equivocado y ha corregido siempre tardísimo, confiada tal vez en que el tiempo lo cura todo, incluso sus complicidades más perversas. Ayer, el papa Francisco publicó una carta dirigida a todo el catolicismo –más de mil millones de personas en el mundo– en la que por primera vez en la Historia le leemos al santo padre un lenguaje político actual, alejado de las consabidas fórmulas eclesiales que parten de una diferencia radical entre las cosas del cielo y las cosas de este mundo. Asumido que el infierno está aquí, también el cielo podría estarlo.

El Papa ha pedido perdón, rápida y radicalmente, por la depravación sexual de cientos de curas en Pensilvania y el dolor causado a miles de víctimas durante más de medio siglo. Pero lo más interesante de su carta abierta es que no pone el acento en el pasado irremediable, sino en el futuro construible. Francisco asume que las heridas nunca prescriben, que la Iglesia ha abandonado a los pequeños mirando para otro lado, que los pobres no esperan una justicia divina antes que una humana y que la Iglesia debería ser la primera en luchar con valentía.

Aunque no lo parezca, es una revolución. O el principio de ella, porque no lo será si se queda en el papel. El necesario paso siguiente será abandonar una actitud dogmática que en nada beneficia a quienes quieren acercarse, desde la razón solidaria, a la fe del compromiso y del amor. De modo que el Vaticano ha de buscar remedios reales, pero no en esa teología que mezcla la filosofía platónica con la literatura mística como burladero histórico, sino en la asunción definitiva de que todos, Iglesia y mundo, estamos hechos del mismo barro.

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