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Actualizado: 08 ago 2018 / 09:36 h.
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  • En el principio fue Marco Polo

Acaban de cumplirse los 526 años del día en el que Cristóbal Colón y sus tres carabelas partieron del puerto de Palos pensando que debían arribar a Cipango. Todo el mundo dice que lo hicieron hacia América pero difícilmente podrían pensar que iban a una tierra de la que nadie, en los cuatro continentes de entonces, sabía la existencia. No pensaban en un continente extendido desde el Polo Norte al Polo Sur separando el Océano Atlántico del Pacífico; únicamente en una isla alargada en la que «tienen perlas en abundancia, de un oriente rosa, preciosas, redondas y muy gruesas», según Colón había leído.

Iban hacia Cipango, la tierra cuyo nombre, como las golondrinas en toda la obra de Bécquer, sólo había sido escrito una vez con caracteres griegos, latinos, árabes o hebreos. Un nombre que tan sólo estaba en El libro de Marco Polo, la obra manuscrita por Rustichello de Pisa (probablemente Marco no sabía escribir las letras del abecedario) y de la que sólo se conservan dos copias, una en la Biblioteca Marziana, de Venecia, y otra en la Colombina de Sevilla que fue anotada por el almirante y legada a su hijo Hernando. Por una extraña coincidencia he tenido en mis manos las dos.

El viaje a Cipango persiguió durante la mayor parte de su vida a Colón, tanto que creo que hasta debió sentirse fracasado por haber hallado un continente –de cuyas dimensión y trascendencia murió sin enterarse– y no haber dado con aquella tierra en la que, tras darle vueltas y vueltas al libro de Polo, se había fijado.

Al estudiar la Historia no solemos fijarnos en las fechas y el viajero de Venecia al que debemos los farolillos de la Feria de Abril vive casi en los mismos años que Alfonso X, o sea en pleno siglo XIII, doscientos antes de que, en las marismas del Odiel, se aprovisionaran de agua la Santa María, la Pinta y la Niña.

Doscientos años antes de eso, que es como decir –más o menos– desde la Guerra de la Independencia hasta hoy, un período de tiempo tan largo como para hacer que las cosas que allí se decían parecieran poco más que leyendas sobre todo cuando, en su segunda parte, ya de vuelta y perdido en la mar, el protagonista hablaba de un firmamento nunca visto puesto que de él había desaparecido la Estrella Polar, única guía hasta entonces de todos los marineros.

Pero antes, Marco Polo, cuando ya llevaba en China varios años y se había convertido en un personaje importante de la corte de Kublai Jan asistió a la llegada de una embajada de un país llamado Nippon-go, que los chinos llamaban Zhi-ban-go y que él transcribió, dijo a Rustichello o este entendió como Cipango y nosotros llamamos Japón.

Los embajadores, como era lógico, pregonaron que su país era muy grande; una isla inmensa situada en medio del océano, de Norte a Sur, con palacios cubiertos de oro y plata y donde todos sus habitantes eran muy felices. En la época en la que los comerciantes italianos se aventuraban hasta el Extremo Oriente ningún europeo soñaba en conquistar aquellas tierras desde las que, sin embargo, habían comenzado a avanzar los turcos selyúcidas que poco después asediarían Costantinopla y no cejarían hasta convertirla en Estambul.

Los venecianos, en pugna con los genoveses, únicamente buscaban hacer negocios y por eso el primogénito de los Polo se quedó con el nombre de una tierra a la que no pudo ir porque el intento de anexión del Jan fracasó pero que se le quedó grabado para, luego, en la cárcel genovesa en la que se encontró con el amanuense, lo dejara consignado en la crónica de sus andanzas.

No sabemos cómo llegaría aquel libro a manos del genovés Cristóbal; sí, en cambio, que este fue haciéndose un experto en la periodicidad de los vientos que soplaban cada año y en ambas direcciones en el Atlántico gracias a sus viajes a las islas Azores cuando comerciaba con madera. Sin ese conocimiento ni siquiera se habría planteado convencer a la reina Isabel de que Castilla pagara el pasaje a las Indias puesto que nadie que pretende comprar y vender va a un sitio sin saber cómo y por dónde volverá pero habremos de convenir en que tampoco lo habría hecho de no haber estado convencido de poder llegar al Cipango consignado por Marco Poco, primero, como una tierra rica y, segundo, como una base desde la que llegar a China por un camino más corto y seguro que el que, en aquellos momentos abrían los portugueses desde Sagres.

Se equivocó de medio a medio porque la Tierra no tenía las dimensiones que los cálculos le habían atribuido desde que se llegó a la conclusión de que no era plana sino redonda y porque la época de las ciudades comerciales había pasado y en su lugar se abría la de los imperios. Así, sin pretenderlo, sirvió en bandeja a España el suyo.

Pero nada de eso hubiera sido posible sin ese pequeño libro que se conserva en la Biblioteca Colombina, el libro que un prisionero, al que pocos creían a principios del siglo XIV, dictó a un compañero de infortunio para que, por el camino entre el azar y la necesidad por el que siempre marcha la Historia, acabara en manos de Colón.

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