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Actualizado: 20 oct 2018 / 21:41 h.
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Si para algo sirven los calendarios que nos marcan los días internacionales y mundiales a festejar, celebrar o conmemorar, es para traernos al momento presente, colectivos o hechos, a los que no solemos prestar atención el resto del año. Esta semana se ha celebrado el Día Internacional de la Mujer Rural, y dado la cobertura que hacen normalmente los mass media de esta realidad, dudo que volvamos a retomar el tema antes del año que viene.

Sin embargo, se hace necesario reflexionar sobre el papel actual que ocupa la mujer en el mundo rural, hacia dónde avanzan las nuevas generaciones, qué retos quedan pendientes . Bajo todas estas cuestiones, subyace todavía una falta de compromiso real por parte de las instituciones para darle a la mujer, el valor que merece en el sector primario y una estructura patriarcal asfixiante, que evidentemente tampoco ayuda. Desde el feminismo, se vuelve a poner el dedo en la llaga, recordando de nuevo que la segunda revolución agrícola, será feminista sí o sí. Por muchos motivos.

Las estadísticas ya confirman una situación de sobra conocida y es que la mujer a nivel global, produce más de la mitad de los alimentos del mundo y sin embargo, son ellos mayoritariamente, los propietarios de las tierras. Ellas, como mano de obra barata, explotan los recursos, pero son sus patronos, sus maridos o sus hijos, los que deciden como gestionar la producción y los beneficios obtenidos.

En países subdesarrollados o en vía de desarrollo, aun sigue siendo así, pero en Europa, se ha dado un giro de 180 grados. La crisis económica, que lleva sufriendo nuestro país desde el año 2008 y el impulso del movimiento feminista, han proyectado nuevas generaciones de mujeres rurales que ya no quieren seguir reproduciendo roles tradicionales. Ya no quiere ser sumisas ni obedientes, ni quieren permanecer impasivas viendo como el hombre tras el desplome inmobiliario, vuelve al campo, imponiendo viejos patrones y reglas. Ellas, a sabiendas del poder del asociacionismo, de la formación y la integración de las nuevas tecnologías en su trabajo, reivindican una serie de derechos que las protejan. Pero sobre todo, quieren ser escuchadas y respetadas, porque gracias a su apuesta por una sector difícil y empobrecido, han conseguido dotar de valor a añadido la marca “rural”.

Las nuevas generaciones, tienen las ideas claras y exigen reducir la brecha de género en el campo con políticas feministas que apuesten por la agricultura ecológica, ¿y por qué ecológica precisamente? Según los últimos informes publicados por el Ministerio de Agricultura, en España las mujeres gestionan terrenos y granjas de superficies entorno a 9,9 hectáreas, mientras que los hombres llegan al 15,5 hectáreas. Si las ayudas al campo se destinan a cultivos ecológicos que requieren de menos extensión e inversión industrial, las mujeres podrían obtener mayores beneficios de su rendimiento laboral. Además, el apoyo a los cultivos ecológicos, repercute de forma positivamente en su salud. Ya que el uso de pesticidas, abonos y químicos de los cultivos mecanizados, merman considerablemente la salud reproductiva de ellas.

Más formación y educación con perspectiva de género, son otras exigencias de obligado cumplimiento para para llegar al objetivo deseado. Las políticas agrarias comunitarias (PAC) deben ser verdes y violetas. Porque mientras las cooperativas agrarias sigan con un miserable 3’5% de mujeres en órganos rectores, los deberes no están hechos.

Ayudar a que la conciliación laboral para las mujeres rurales sea una realidad y no un espejismo, es otra de las luchas de estas nuevas generaciones de jóvenes, que quieren hacer de la agricultura su forma de vida. Quieren empoderarse y que desde las instituciones les abran las puertas del emprendimiento.

Por otro lado, la titularidad compartida de las tierras, que ya se legisló en nuestro país hace más de 7 años, sigue siendo el tendón de Aquiles de un sector profundamente machista. En Andalucía no llegan a 10, las solicitudes enviadas a las instituciones pertinentes, para que la mujer sea titular de las tierras en las que trabaja. Algo preocupante, que deja entrever que la solución no está solo en legislar. Sino se crea conciencia de género y los hombres no participan activamente en estas parcelas, no acabaremos nunca con la desigualdad. Las políticas agrarias comunitarias deben de consolidarse y adquirir peso desde la perspectiva feminista, sino el trabajo en el campo realizado por mujeres se acabara convirtiendo en una extensión de las labores domésticas. Ellas tienen mucho que decir. Yo apostaría por oírlas y visibilizarlas. Es lo menos que merecen, las manos que trabajan la tierra de la que todos y todas nos alimentamos.