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Actualizado: 24 feb 2017 / 19:46 h.
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La Soledad está de besamanos. Mañana mismo será conducida en una pequeña parihuela a hombros de los suyos. La meta está cerca; ni siquiera tiene que salir de su parroquia. Sólo tiene que alcanzar el clásico altar de quinario que se levanta a la vez que se anuncia una nueva Cuaresma. Sonarán las coplas de Lamarque Novoa; arderán los cirios bajo las naves venerables; brillará la plata bruñida; se elevarán los ciriales y el incienso; crujirá el brocado y se renovarán los rezos... Ya no habrá trescientas velas pero el fervor es idéntico y confirma el voto de sus hermanos. Todos saben que desde ayer está pasando algo importante. La última dolorosa de la Semana Santa de Sevilla ha descendido de su camarín y se ofrece a su gente. Su mano menuda resume muchos anhelos. Está esperando que le rindamos todo lo que nos dio y quitó la vida en el año que se fue. El trajín de los devotos de la Soledad se confunde con el hormigueo de los viernes en la casa del Gran Poder. Pero la devoción por la antiquísima Virgen de la cruz y los sudarios tiene un matiz familiar. Sus hermanos comparten un secreto: saben que es la misma imagen a la que le han rezado los soleanos de todas las épocas desde que aquellos indianos acaudalados y progresivamente ennoblecidos la cubrieron de plata y joyas en su capilla del Carmen. La Soledad nunca se movió de ese trozo de Sevilla, la América chiquita que se bendice en esa mano tendida. ~