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Actualizado: 14 ene 2017 / 08:53 h.
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Medir casi dos metros y pesar más de cien kilos tiene sus ventajas, aunque no lo crean. Desde luego, no a la hora de comprar ropa y calzado. Hoy ya no es un calvario ir de tiendas para vestirte porque en casi todos los grandes almacenes suele haber un apartado de tallas especiales, pero hace treinta o cuarenta años, salir de compras sí lo era porque en la mayoría de las ocasiones regresabas a casa con ganas de cortarte las venas, sintiéndote poco menos que un monstruo, una especie de Gregorio Samsa, el protagonista de La metamorfosis, aquel comerciante de telas que una mañana se despertó con vientre giboso y patas de araña.

Atravesabas el dintel de la puerta de alguna tienda de ropa y antes decir lo que querías, un señor perfecto, de medidas normales y cara de empleado de funeraria, te daba a entender con gestos muy elocuentes que no había nada de tu talla, que te fueras a la puñetera calle, como temiendo que le pudieras espantar a posibles clientes de medidas normales, el clásico español bajito y con tripa cervecera que te solías encontrar en las tiendas de entonces, en las que hasta los probadores eran para pigmeos, en algunos casos, ataúdes puestos en pie en los que para probarte un pantalón tenías que dejar una pierna fuera y a veces acababas colgado de una percha, al intentar ponerte un chaleco de cuello alto.

Hoy vamos a unos grandes almacenes y no encontramos al clásico vendedor molesto que se te pegaba como una lapa y no te dejaba respirar, aquel que te miraba de arriba abajo y te decía que eras más ancho de culo que de hombros y que tus piernas eran más largas que las películas en Antena 3. «Estos pantalones me están cortos», le dije una mañana a un empleado de El Corte Inglés, y me quería hacer ver que no, que era más un problema sicológico mío que otra cosa. «No se lo suba tanto, que se va a parecer a Manuel Fraga», me espetó. Encima, guasa sevillana. Y tú viéndote en el espejo trucado, con las espinillas al aire como un pescador de ranas y tan ridículo que te daban ganas de arrojarte por el hueco del ascensor. Y el vendedor, venga a tirar de las perneras hacia abajo, desesperado por venderte la prenda, sin dejar de recordarte que eras una cría de jirafa.

Como en la actualidad no hay vendedor que se te pegue eliges aquellas prendas que quieres, te metes en el probador y te tomas el tiempo necesario, todo el día, si hiciera falta. Antaño, el dependiente se metía contigo en el sarcófago o cuando te descuidabas asomaba la cabeza por la cortina para preguntarte que cómo te iba la cosa, cuando no para ofrecerse a estrujarte el mondongo y que te entrara el pantalón vaquero acampanado, por las buenas o por las malas, aunque parecieras un morcón de Almadén de la Plata.

El asunto era aún peor cuando, de adolescente, era tu madre la que te acompañaba para que no te compraras ropa de caricato. Cuando vivía en la Carretera de Su Eminencia, en los setenta, había una tienda de ropa, Los Malagueños, donde podíamos comprar a plazos. Con 15 años, elegías una ropa adecuada a tu edad, pero si ibas con tu madre, que era lo habitual, acababas yéndote de la tienda si no querías ir esa noche a la discoteca vestido como tu abuelo, con gorra campera y todo y aquellas pescadoras de cuatro bolsillos que solían llevar los diteros. Era increíble la complicidad entre tu madre y el tendero, entendiéndose con las miradas de una manera artera, estando incluso de acuerdo en que ibas creciendo de manera desproporcionada y rebelándote contra las tres tallas estándares: gordos, canijos y deformes.

Lo que aún no hemos logrado erradicar es al clásico mirón de las tiendas de ropa, sobre todo en las grandes superficies. Ese que, sin conocerte de nada, se planta cerca de ti y te persigue por toda la sección de tallas especiales a la espera de que elijas una prenda descomunal. Te vas al probador y cuando sales, el tío sigue allí, en la puerta, y si te descuidas te fotografía con el móvil para mandarle un wasap a su parienta, como si estuviera en el circo y hubiera visto a un búfalo montando en patinete. El señor, de avanzada edad y con pinta de estar haciendo tiempo para coger el autobús de su pueblo, acaba por ganarse tu confianza y termina preguntándote que si enciendes los cigarros en el sol, como le ocurrió a Fosforito el de Cádiz en el célebre Café del Burrero de Sevilla cuando el espigado cantaor se presentó por primera vez en nuestra ciudad, a finales del XIX.

Los de mi generación pasamos de ir de compras con nuestras madres, en la adolescencia, a hacerlo con nuestras mujeres. «Te compras lo que quieras, pero que sepas que con esa chaqueta pareces un champiñón de Mercadona». ¿Les suena de algo? Muchos divorcios nacen en los probadores de las tiendas de ropa. Yo mismo he presenciado alguna vez encendidas discusiones de matrimonios en los probadores de los grandes supermercados. Una tarde, en Decathlon, probándome un chándal, escuché cómo una mujer del probador de al lado le decía al marido: «Con esa barriga tabernera y ese culo de panadero, ¿cómo te vas a poner un chándal?». El pobre hombre revoleó la prenda y salió del probador como un león de una jaula, enfurecido, con ganas de meterle fuego a la tienda. La mujer, por cierto, era la musa de Botero con mallas, una monería, quien viendo cómo el esposo no paraba de rezongar, le dijo: «Que sepas que es la última vez que vengo contigo a una tienda de ropas; que te acompañe tu madre».

Estos días he estado de compras en las rebajas y he disfrutado de lo lindo. Da gusto ir a Los Arcos o a Hipercor y ver esos apartados de tallas especiales, sin vendedor o vendedora y con probadores amplios y refulgentes. Al final no me compré apenas nada, solo un pijama térmico, pero eché un día estupendo, como si hubiera ido de camping. Otro día me llevaré la nevera y la sillita playera, releeré La metamorfosis de Kafka y le diré a Gregorio Samsa, sin recochineo: «Ya puedes venir a Sevilla, sin complejos, que hay tallas para raros».