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Actualizado: 13 ago 2018 / 22:26 h.
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Nos guste o no, la educación de media Europa, por no decir de medio mundo, ha dependido durante demasiado tiempo de la Iglesia. Decía el escritor Muñoz Molina hace unos días que la Iglesia Católica ha sido el peor enemigo que ha tenido la educación en nuestro país, y es probable que tenga razón. Pero su influencia en la sensibilidad y en el humanismo ha sido y sigue siendo, aunque en menor grado, innegable. Por eso cuando la Iglesia cambia de parecer, aunque sea tardísimo, lo pueden hacer millones de personas en el mundo. Así que ahora que el papa ha rechazado en firme la condena a muerte podemos estar ante un momento verdaderamente histórico sin que lo apreciemos. La Iglesia de Roma, y la de España, han sido cómplices durante siglos de argumentaciones incongruentes a favor de casos específicos en los que determinados seres humanos han merecido la muerte.

No deja de ser insoportablemente incoherente que la institución de un Resucitado redentor haya defendido hasta ahora casos en los que un ser creado, según su credo, a imagen y semejanza divina, merezca que se acabe con su vida. Claro que tal defensa ha estado ligada a la soberbia postura de cada poderoso de turno. La imagen del cura con su misal abierto frente al pelotón de fusilamiento, o en el corredor de la muerte, será para siempre un icono difícil de superar. Solo ahora que el papa ha cerrado la puerta a toda casuística en torno a la pena de muerte, porque todo ser humano tiene derecho a la redención -diríamos que una redención humana, más allá de la necesariamente cristiana-, por malvado que haya sido, Cristianismo y Humanismo vuelven a sellar una complicidad natural que jamás debiera haberse roto. Que para ello haya sido necesaria una rectificación de quien se supone representante de Dios en la Tierra revela no solo un salto cualitativo en la evolución de las religiones, sino la confirmación afortunadamente racional de que el Humanismo debe regir los designios de la evolución humana, por encima de las religiones.