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  • Las manos y las alas

Estremecía ver a los sanitarios londinenses rodilla en tierra, como Cristo, realizando contra el reloj y la naturaleza todas las maniobras posibles con el único afán de salvar la vida del desalmado canalla que acababa de robársela a un puñado de inocentes cuyo único pecado fue cruzar el puente de la sinrazón y el odio cuando iban o venían de una bendita rutina, a esta hora degollada brutalmente.

El terrorista criminal, manchado de sangre inocente y con la suya saliendo por el orificio del miedo, yacía tirado en la acera mientras los médicos y auxiliares no cesaban de dar todo cuanto estaba en sus manos por darle marcha atrás al terrorismo y sus consecuencias. Unos en el pecho, con la maniobra de resucitación, otros por la boca metiendo oxígeno en el cuerpo del herido. Otros pinchaban, colocaban material, animaban al equipo. Todos ellos al servicio de la vida. Y, otra vez más, sin mirar a quién ni cuándo. Dándose. No miraban de qué persona se trataba. Buscando apenas un hilo de respiración, un nuevo encuentro con los latidos.

Los profesionales sanitarios son esos seres capaces de todo, dispuestos a todo. Son buscadores de recompensas. Y esas recompensas son las sonrisas de los pacientes. Y las lágrimas de sus familiares, de satisfacción, claro, y de agradecimiento eterno.

Quien, como yo, sabe lo que es salvar la vida en el último momento con un puñado de estos ángeles encima tuya golpeando a la muerte hasta acabar con ella, conoce la mirada intensa y tierna de los profesionales que concentran todo su ser en tu supervivencia. Y, de corazón lo escribo, es algo inigualable. Lo mejor del ser humano se derrama en esos instantes de carrera y frío, de temor abismal, de cara o cruz. Me acuerdo y un repeluco sacude ahora mismo todos mis cimientos.

Sé cómo trabajan, cómo sienten, cómo se toman la vida de los demás. Y quiero esta tarde agradecerlo, reconocerlo, quitarme el sombrero y poner mi vida otra vez en sus manos.

Yo no puedo evitar llorar de emoción cuando veo a los sanitarios intentando salvar una vida, incluso acariciando la cara de un terrorista que acaba de matar a varios inocentes. Ellos se deben sólo a esa vida. A todas las vidas. Y no les importa qué corazón están regresando a los latidos. Aunque por esas venas corra la sangre podrida del odio.

Gracias, sanitarios del mundo. Gracias, siempre. Por no cuestionar nuestra procedencia ni condición social, nuestra religión o destino. Por jugaros cada segundo a la última carta. Por subiros un día en mi pecho a golpear con fuerza a la enfermedad y regresarme a la vida. Sólo por conoceros ya valía la pena.