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Actualizado: 19 ago 2017 / 11:30 h.
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  • Los últimos reyes del pellizco

El pasado sábado asistí a una reunión de cante en La Puebla de Cazalla, en Los Arquillos, organizada por un grupo de aficionados de esta localidad sevillana que están alejados del flamenco comercial y siguen apostando por las reuniones en la intimidad. Son citas sin subvenciones públicas en las que unos cuantos amigos corren con todos los gastos. Esa noche actuaba el cantaor de Utrera Diego el Cabrillero, un sobrino de Antonio el Chocolate que canta como Dios, sin trampa ni cartón, echando el alma por la boca y sin pensar en el dinero, aunque no fuera gratis. Lo acompañó a la guitarra Antonio Moya, nimeño y discípulo del llorado Pedro Bacán que vive en Utrera desde hace años, donde se casó con la cantaora Mari Peña, de la familia de Fernanda y Bernarda e hija de José de la Buena.

Los Arquillos está en una casa muy antigua de La Puebla y en ese lugar se celebran estas reuniones de aficionados bajo la supervisión de Pepe el Cachas, un veterano aficionado, algo así como el jefe de una de las últimas tribus de lo jondo. Desaparecidos Francisco Moreno Galván y José Menese, este hombre y Fernando el del Central son el alma del cante morisco. Y esa noche, en esa vetusta casa, El Cabrillero y Antonio Moya nos metieron en los pliegues de las entretelas del alma una manera de cantar y de tocar la guitarra que se nos escapa por entre las yemas de los dedos, sin ojana, a pecho descubierto y con una carga de pureza extraordinaria. Son los últimos mohicanos del arte de lo jondo y no suelen abrir nunca los telediarios, reservados casi siempre para quienes, aun siendo artistas de postín, no dan un pellizco ni en una pelea.

El flamenco es un arte de profesionales desde sus principios, aunque se pueda pensar que no, porque se ha escrito mucho sobre aquellos herreros de Triana, del Puerto de Santa María, Jerez de la Frontera o el barrio de La Viña de Cádiz que cantaban por amor al arte entre herradura y herradura. En la tercera década del siglo XIX, cantaban ya en los teatros de Cádiz El Planeta y su sobrino Lázaro Quintana, herreros primero y luego tablajeros, o sea, carniceros. Al mismo tiempo, los turistas cruzaban el viejo puente de barcas de Triana para vivir en sus corrales unas fiestas pagadas por señoritos adinerados, entre ellos el célebre contrabandista Pedro Lacambra, que tenía su mesón y fonda en la calle San Jacinto, entonces Santo Domingo, donde Antonio el Fillo, que ya andaba por Triana, cantaba su famosa Toná de los Pajaritos, el cante que lo dio a conocer en el arrabal.

Ya en aquel tiempo, en los años cincuenta del citado siglo, existían gitanos que actuaban en los teatros de la Villa y Corte, algunos en óperas italianas. Otros no salían nunca del terruño, los de la Cava Nueva o de los Gitanos, aunque cobraban por participar en fiestas. Ellos y sus mujeres, aquellas gitanas que, según la prensa de la época, eran contratadas para animar las fiestas boleras de Sevilla, donde actuaban La Campanera, Manuela Perea La Nena o Petra Cámara, tres revolucionarias del baile sevillano. Silverio Franconetti, José Lorente, Ramón Sartorio, José Perea y Enrique Prado eran sus cantaores y ninguno fueron gitanos, sino gachés a los que, según algunos historiadores algo despistados, los gitanos no dejaban entrar en sus fiestas familiares. ¿Dónde aprendieron a cantar, entonces, estos payos tan osados?

Más de siglo y medio después, aún hay cantaores, tocaores o bailaoras que casi viven de las reuniones privadas, que no han desaparecido. Son esos que no venden entradas ni constan en las listas de los agentes artísticos. Los que cuando van a la Bienal o a otros festivales nacionales o internacionales lo hacen por tres pesetas, a veces de relleno y cantando en corrales o teatros menores. Y, curiosamente, muchos de ellos son los reyes del pellizco, los últimos de la fiesta, los poquitos puros que quedan. Entre ellos El Cabrillero de Utrera, tan puro y tan bueno que apenas trabaja. Salvando las distancias, un Tomás Pavón o un Juanito Mojama de este tiempo.

¿Siempre ha sido así? Siempre, sin discusión posible. Tomás Pavón fue un genio del cante, pero si no llega a ser el hermano de la Niña de los Peines, que lo protegió y lo amparó económicamente, se hubiera muerto de hambre. De hecho, cuando estalló la Guerra Civil de 1936 y su hermana y Pepe Pinto, su cuñado, la pasaron en la capital de España, Tomás salía de noche a cazar gatos por las calles de la Alameda para sobrevivir. Hoy sus discos de pizarra valen un dineral y se habla de él en medio mundo. Juanito Mojama acabó limpiando zapatos y El Gloria iba a una fiesta por un plato de jamón. El Bizco Amate pedía en las casas de vecinos y murió en una choza de lata debajo de un puente. Ya anciana y enferma, La Moreno cantaba por un café o un caldo del puchero en los últimos tabancos de la Alameda de Hércules.

Hay dos mundos flamencos, el de las lumbreras y el de los últimos reyes del pellizco. Y, curiosamente, los primeros se alimentan de los segundos. Si Caracol buscaba a La Moreno para inspirarse y aprender a templarse, Antonio Mairena hizo lo propio con Juan Talega o Tomás Torres, a los que llamaba cantaores caseros. Camarón bebía los vientos por El Rubio y Juan el Camas, mientras Morente exprimía en Madrid a dos viejos catedráticos del cante, Matrona y Bernardo el de los Lobitos, que soñaban ya con glorias del pasado.

Habría que tratar mejor a los últimos reyes del pellizco. No dejarlos solo para las fiestas o reuniones o para rellenar programaciones llenas de lumbreras. Hacer que se sientan artistas. Al fin y al cabo, lo son y conservan esa pureza que algunos venden a precio de oro, sin tenerla. Esto no tiene por qué ir en detrimento de las figuras, de las estrellas, que van a lo suyo y si están donde están es porque valen, salvo excepciones. El flamenco es un negocio, siempre lo ha sido, pero últimamente me atraen más aquellos intérpretes que viven en flamenco, que les gusta cantar para los amigos, disfrutar de una buena reunión de cabales y emocionarse cantando o escuchando cantar a los demás. No sé si han escuchado cantar alguna vez a Diego el Cabrillero en una reunión. Es otra historia.

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