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Actualizado: 17 dic 2017 / 11:21 h.
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Los empleados públicos, como todo quisque que curra, tienen un horario de trabajo. Hasta hace bien poco, si no estoy equivocado, los sindicatos representativos negociaban con cada administración (estatal, autonómica y local) el número de horas semanales que, dependiendo de la naturaleza del oficio, se transformaba en concretos horarios. Esto era así hasta que llegó la crisis y con ella el inevitable Montoro. Pensando siempre en ahorrar a costa de los que están en medio, decidió el ministro que la jornada laboral de los trabajadores del sector público, fuese cual fuese la administración para que la que trabajasen, sería como mínimo de treinta y siete horas y media semanales. Adjuntó como prevención que si esta decisión implicaba un incremento de la jornada laboral, la ampliación nunca podría suponer una subida salarial.

Con la impopular medida se trataba de impedir, no se ocultaba, que las plantillas de empleados públicos pudiesen aumentar de alguna manera. Por esta misma Ley 2/2012, de estabilidad presupuestaria y sostenibilidad financiera, quedaron sin efectos los convenios o acuerdos que pudieran oponerse a la grave decisión. De este modo, por Ley del Estado, quedaron fijas las agujas del horario de los empleados públicos, siendo indiferente la administración para la que trabajasen. La uniformidad para hacer frente a la crisis empezó a estar de moda como eslogan, excusa perfecta para la recentralización. ¡Qué curioso que con los salarios no ocurra lo mismo! ¿Uniformarlos al alza? Pues tampoco sería razonable.

Como dijo aquel, tenemos un sistema autonómico de muy baja calidad. Si una autonomía no tiene capacidad plena para decidir el horario de sus empleados públicos es que muy posiblemente no tenga competencia exclusiva para casi nada. Y esta verdad, por más que se dice, nadie la toma en cuenta. Porque en verdad no hay casi ninguna materia sobre las que las comunidades autónomas puedan tomar decisiones con plena libertad. El Estado, por mor de la Constitución y la jurisprudencia del TC, siempre tiene un título competencial abierto del que echar mano para limitar la acción del legislador autonómico. Pues bien, si a esto le añaden la nula capacidad de las comunidades autónomas para influir o participar en las decisiones del Estado que les afecten (nuestro Senado es una institución del todo inútil), la conclusión no puede ser otra que la de confirmar que, en efecto, algo no marcha bien en nuestro Estado de las Autonomías.

El problema catalán lo enturbia todo, es cierto. Pero los que se oponen a una reforma de la Constitución deberían saber que a lo mejor este es el camino para empezar a pensar en Andalucía y en el resto de comunidades. Porque hablamos de personal sanitario y de profesores, por ejemplo, de que haya más o menos. Y eso depende de quien fije las horas, no lo duden.

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