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Actualizado: 28 oct 2016 / 08:27 h.
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Los clásicos, los exquisitos, los hispalenses, los finolis y los rancios solapados pensamos que de todas las estaciones de la ciudad, el otoño es la mejor. Y ello es así porque en estos meses se impone la pequeña gloria cotidiana del tiempo ordinario. Ahora, las grandes celebraciones son el primer día de lluvia, el primer día de abrigo, la primera mañana de niebla, el primer mosto del aljarafe, un remolino de hojas secas, o el charco donde chapotea un enano con sus botas de agua. También las tardes lentas de café con una conversación amiga, el deambular entre estantes de la librería, o el simple tránsito por una ciudad dedicada simple y llanamente a sus cosas.

Porque lo mejor del otoño es que no es vísperas de nada. Aquellos que ven Sevilla como una ristra de momentos sublimes, entre los que median las vísperas, desfallecen en este páramo sin días señaladitos que es el otoño. Ahora no tenemos que estar como locos, asumiendo los roles que en cada uno de los días fastos nos ordenan, por acción o por defecto, las sagradas escrituras hispalenses: navidades, cabalgata, Semana Santa, Feria, el Rocío, el Corpus. ¡Y hasta en medio del ferragosto tenemos a la patrona! (¿es que antiguamente no había vacaciones?)

No hay ahora azahares estallando en vibrantes saetas entre bambalinas divinas, ni aflautados y melifluos pregoneros que los canten. La feria de las vanidades es un erial.

Hoy, toda la gloria posible que se derrama por la ciudad, proviene la luz dorada, grave y dulce, como la presencia sosegadora de un padre, del sol que cae por el Carambolo.

Atardece, que no es poco.