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Actualizado: 24 jun 2017 / 20:24 h.
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Sentarse al fresco en las puertas de las casas en las noches de verano es una costumbre que aún se mantiene a todo lo largo y ancho de la geografía española en pueblos y ciudades pequeñas, pero que va cada vez más perdiendo relevancia por culpa de la televisión, el individualismo galopante y el aire acondicionado. No saben lo que se pierden quienes no practican alguna vez esta tradición, que ha llenado de historias y recuerdos la infancia de muchas personas de mi generación que tuvieron la suerte de crecer en un pueblo.

La casa de pueblo es lo que tiene. Que en el patio interior no corre el aire y en la calle sí. Organizar la tertulia en la puerta resulta difícil en un bloque de pisos, aunque imposible no es y yo las he visto también. Con la llegada de la moda de las casitas adosadas la cosa fue a menos porque cada cual se sienta en su jardincito delantero que para eso lo tiene y sus sudores le cuesta llevar al día la hipoteca. Por eso, para organizar una buena reunión en la puerta de la casa, una vez terminada la cena, lo suyo es una casa de las de siempre, una casa de pueblo con su zaguán y su pedacito de acera y en ese espacio nos repartimos como podamos.

El origen de esta costumbre no está claro pero desde luego no hace falta más justificación que la canícula meridional. Miren cómo los suecos las historias no las cuentan en la calle sino al lado de la chimenea. Lo que sí es verdad es que allí donde hace calor de noche la gente se echa a la calle y creo recordar que cuando las olimpiadas de Pekín las autoridades chinas, para dar buena impresión a los visitantes, tomaron medidas para acabar con la costumbre de los habitantes de los barrios populares de la capital de sacarse su esterilla y echarse a dormir en las aceras en las noches calurosas.

También he leído un artículo precioso en un periódico chileno que habla de la costumbre de sentarse en las puertas de las casas en los barrios de la ciudad de Antofagasta, donde la gente compraba especialmente para ese fin unas cómodas sillas de mimbre y las hacían fabricar incluso en pequeño tamaño destinadas a los niños. Dice el artículo que había tanto vicio por acudir a esas reuniones que algunos vecinos terminaban construyendo unos bancos fijos adosados a la vivienda para no tener que andar moviendo sillas.

Aquí lo suyo es la silla de playa. Silla o tumbona, según el gusto. Y si no, la del comedor también sirve. Ahí se quedan a veces, aparcadas en el zaguán esperando el momento de entrar en acción. Terminada la cena, con el último bocado de la fruta fresca, empiezan a salir las familias, unos se colocan mirando para dentro y otros para fuera, los niños en el poyete y la abuela, si ha refrescado un par de grados, ni fuera ni dentro no se vaya a enfriar, porque los años la han dotado de un termostato de alta precisión. Los vecinos se acercan con sus propios asientos, la ceremonia comienza con algarabía, como si se tratara de un momento largamente esperado, el placer más auténtico de su vida social.

Al ver estos días algunos corrillos de personas haciendo tertulia en sus puertas no he podido evitar el recuerdo de un tiempo en que la convivencia era un ejercicio saludable y relacionarse con los vecinos una práctica habitual. Hoy en día, tomar el fresco sólo es una excusa, porque dentro de casa los aparatos de aire proporcionan más alivio que la brisa de fuera. Lo que ocurre es que para salirse a la puerta existe una razón mucho más poderosa que el calor.