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Actualizado: 29 oct 2016 / 11:26 h.
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Juan Velasco nunca dijo que la Virgen del Pilar de la Catedral de Sevilla moviera los labios. Solo los ojos. Lo de los labios lo añado yo de mi cosecha, por pura provocación a los escépticos, tras haber ido a admirar esa preciosa imagen que se cobija en una capillita junto a la Puerta de los Palos, y que había pasado inadvertida para mí hasta que este antiguo seise e inquilino del templo (pues llegó a dormir durante un tiempo en una cripta) me hizo reparar en esta imagen que parece esconder una vida secreta. Sin embargo, tanto sus apreciaciones como las mías acerca de la escultura comparten la misma veneración por la probabilidad de lo imposible. Los seres humanos podemos ser agrupados en las más temerarias y disparatadas categorías, pero una clasificación especialmente esclarecedora es la que nos divide entre los que no admiten más que lo que puede ser y quienes estamos seguros, por pura humildad ante el cosmos, de que la existencia es en sí misma un fenómeno prodigioso que, como tal, engloba todo lo imaginable. La obviedad es un lujo para quienes entendemos la vida como algo más que una experiencia biológica sometida a la disciplina de la sensatez. Creer, confiar, esperar, soñar, fantasear, anhelar... el diccionario está lleno de palabras para lo indemostrable, palabras que hemos acuñado por necesidad. La fe es una rama de la física cuántica. El amor es la química puesta de rodillas ante los deseos. Y hasta la madera se convierte de vez en cuando en virgen o en dios para poder mirarnos. Admiro a Juan Velasco porque ha elegido formar parte de la eternidad. Admiro a los que se arriesgan a ser inmortales como apuesta perdedora. En la Catedral hay una virgen que mueve los ojos. Pero no ante todo el mundo.