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Actualizado: 22 abr 2018 / 17:42 h.
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El descubrimiento de la cultura tradicional por las élites ilustradas se dio en España cuando, tras el Trienio Liberal que había comenzado con el levantamiento de Riego en Las Cabezas de San Juan, hubo que defender “lo español” de “lo extranjero” representado por los “Cien mil Hijos de San Luis” que, en nombre de la ilustrada Europa, llegaban para reponer el Absolutismo. Entonces, volvieron a escucharse los nombres de las batallas de la Reconquista, olvidados durante siglos, tornaron a contarse las hazañas de héroes mitológicos o mitologizados y a cantarse amores tan imperecederos como imposibles entre jóvenes de distinto rango o religión. Unos años después, el medievalismo patriótico se encontró con una corriente europea que también doraba aquella época y, al amor de esa lumbre, la tradición se identificó con la conservación de la cultura medieval.

En el terreno de los monumentos histórico-artísticos la misma Edad Media que tenía Europa estaba centrada en el Norte penínsular y, sobre todo, en Castilla pero, en lo tocante al campo de la literatura, las estrofas populares, las del romances o la seguidillas por ejemplo, tenían muchísimo de andaluzas, primero, por la geografía que albergaba su contenido; segundo, porque sus padres habían sido la jarcha, la moaxaja o el céjel y, tercero, por el origen de quienes interpretaban las composiciones cuando se produjo el decubrimiento.

Los siglos de guerra y paz entre los reinos norteños y los sureños, entre Castilla, Aragon o Navarra y las taifas andalusíes, laa acciones y pasiones entre gente de una y otra parte, suministraron incontables escenarios, personajes y momentos memorables que habían quedado fijados en los versos y que se iban tranmitiendo de generación en generación.

Detrás de las palabras, sus acentos y sus rimas estaban esos ancestros andalusíes a los que sólo la ignorancia permite llamar “árabes” puesto que proceden directamente del latín, no existíeron ni existen en ninguno de los países del mundo arábigo y, además, en el caso del zéjel, la mayoría de esas composiciones habían sidos escritas y cantadas no en árabe clásico sino en el dialecto arábigo de España. Por eso lo que, genéricamente, se llamó poesía cejelesca no era otra cosa que la continuación de la anterior en otros idiomas, el castellano y el gallego, presente en todas las fiestas populares de la geografía española

Julio Caro Baroja calificó a Mayo “el mes del amor” para ponérselo en la cabecera a un libro suyo acordándose, sin duda, del Romance del Prisionero. Don Julio buscó ese título porque en la primavera se concentran muchas de los festejos que, en España, son el núcleo duro de la Cultura Tradicional y, con su gran sensibilidad vasco-andaluza intuyó que ese poema era uno de los que resumía el clima épico-lírico de la Edad Media en la “frontera”, la zona andaluza que separaba las “dos Andalucías”, la castellana y la granadina, y que aun sigue sirviendo a Jerez, Vejer, Castellar, Cortes, Morón... y otras muchas poblaciones.

Casi un siglo antes del “descubrimiento” de la lírica de los juglares por los que, hasta entonces, sólo habían creído en la existencia de la poesía culta y pensaban a pies juntillas que eran las letras francesas las que reinaban, comenzaron a flotar de nuevo restos del naufragio del antiguo esplendor aunque en boca de gente iletrada que, por un lado, a lo mejor ni sabía que Francia existía y, por otro, sólo podía transmitir lo que, a su vez, había escuchado a sus mayores porque estaba falta de una instrucción elemental.

A esos hombres y mujeres fueron a los que encontraron quienes, en esos años del segundo tercio del ochocientos, intentaban que España tuviera un sitio, aunque fuera secundario, en el concierto de las naciones. Los encontraron, no en Castilla sino en Andalucía y, por eso, desde un primer momento lo andaluz primó en aquella España con élites ricas, cultas y “europeas” gracias a la riqueza producida por las desamortizaciones y muchísimos pobres zarandeados por las guerras carlistas, los pronunciamientos militares y las revoluciones de salón.

Precisamente porque no habían existido avances reales, al llegar ese gusto por lo exótico que animaba a los pudientes europeos a salir de sus respectivos países y buscar “lo nunca visto”, lo andaluz se transformó no sólo en una fuente de ingresos para mucha gente que no podía vivir de otra cosa y para el despegue de las mismas ciudades andaluzas. Pero también en una imagen que, de sí misma, España exportaba a los eventos internacionales de Europa y América en los años que van desde mediados del XIX a principios del XX. Así, con los mimbres prestados por Andalucía, se hizo el cesto de una cultura tradicional española, querida por una parte de la sociedad y denostada por otra, sobre la que se echó el peso de la decadencia a la hora de la irremediable pérdida de las últimas colonias.

Pero en todo aquello, como dijo Juan Ramón Jiménez, hubo más ruido que nueces y, a pesar de los “regeneracionistas”, la cultura producto de la tradición y amamantada por las ubres de una Andalucía fecunda siguió dando frutos; fue musa de sucesivos movimientos literarios, logró pasar por entre los desastres de la guerra, alzar su vuelo en los años de la dictadura y llegar a una tierra llamada Libertad.

Hoy los peligros que la acechan son otros. Tienen su raíz en el consumismo desaforado e irracional que convierte la Cultura en banal entretenimiento y la Tradición en caspa viscosa.