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Actualizado: 10 jun 2018 / 11:15 h.
  • Palacio de Valdehermoso y torre de San Juan. / M.R.
    Palacio de Valdehermoso y torre de San Juan. / M.R.

Camilo José Cela dejó escrito que «Écija es pueblo en el que siempre se escuchan campanas y, siempre, por su tañer, se sabe de dónde son, desde qué torre se lanzan a volar». La afirmación del Nobel es evidente en un municipio cuya gama de campanarios le ha dado fama y le define a ojos del visitante como la ciudad de las torres.

Écija tiene 11 campanarios que suman un total de 48 campanas. Junto a estas torres, están las espadañas, sus hermanas menores, que añaden otras tantas campanas. Según la relación que ha ido recogiendo Juan Méndez Varo, vicepresidente de la Asociación Amigos de Écija para la Conservación del Patrimonio y autor de un Catálogo de las torres y espadañas ecijanas, la ciudad tiene una nómina de 95 campanas, entre las de torres, espadañas, campanarios rústicos y campanarios urbanos.

Las iglesias de Santa María y Santa Cruz, con diez y 9 bronces, respectivamente, son las que más campanas tienen. Las de esta última tienen nombre, incluso; la de San José o Gorda, la Mediana, la Rosario, la San Gabriel, la del Reloj... Y en el museo sacro de Santa María se guarda y expone la famosa campana verde, que data del siglo XV, que reproduce el pendón de Écija.

Con tanta campana repartida por todo el caserío astigitano no extraña que la vida de la ciudad se midiera al ritmo de una «gran sinfonía de bronce», como llama Juan Méndez Varo al repique de las campanas cuyo ritmo marcaba el de los acontecimientos cotidianos de Écija hasta bien entrada la mitad del siglo pasado.

«Que los toques han estado y siguen estando, aunque ya en menor medida, en la vida diaria de la ciudad es un hecho», explicita el vicepresidente de Amigos de Écija, para quien las campanas dan sentido y vida a las torres ecijanas, «moles altas e inanimadas» sin el compás de los bronces, que sirven a los campanarios para «expresar sus sentimientos».

Con las campanas, las torres de Écija «lloran, sonríen o nos dan la hora a través de sus diferentes toques: los de gloria, con volteo, o los de difuntos, con campanas dobladas, o bien los toques continuos de badajo en la Gorda en caso de incendio», relata Méndez Varo para demostrar cómo la campana ha sido un medio de comunicación en la ciudad cuyo perfil dominan las múltiples torres y espadañas. El uso de las campanas era cotidiano y fundamental, y sus toques marcaron a la población el discurrir de las horas, de los acontecimientos –ordinarios y extraordinarios–, los oficios religiosos y las citas inexcusables de cabildos, gremios y corporaciones.

El boato de los oficios religiosos, entierros, funerales, bodas, etc. lo daban los toques de campanas. De ahí que las parroquias asignaran a los campaneros un salario equiparable a los organistas. Si tomamos como referencia el año 1837 y la parroquia de Santa Cruz, 400 reales. «Pero no siempre se les abonaba en metálico a estos ministros. Al campanero oficial de la parroquia de Santa Cruz, Pablo Jaén, se le satisfacía su salario con 12 fanegas de trigo y cuatro fanegas de especies y, el resto, en dinero», matiza Méndez Varo. Y había campaneras. De hecho, este era el único oficio que podía ejercer la mujer dentro de las tareas auxiliares de la iglesia. En las parroquias de Santa María y Santa Cruz, las últimas campaneras fueron mujeres y, al fallecer estas, se extinguieron estas plazas, ocupándolas los sacristanes respectivos, auxiliados por jóvenes aficionados.

«A mediodía se paralizaba la ciudad», resume Juan Méndez Varo, «daban las doce y se acudía al patio, se rezaba el padrenuestro o el ángelus». Los feligreses de tal o cual hermandad conocían el toque de la campana de su iglesia cuando les convocaba a un cabildo. Avisaba a los hermanos. El lenguaje de estas señales acústicas requería destreza por parte del campanero –un oficio hoy ya perdido, como dice Méndez Varo– y provocaba en no pocas ocasiones la admiración de los paseantes. «La gente llegaba a pararse al pie de las torres a aplaudir cuando terminaba el repique de algunas campanas, porque el tañido iba hilando de una a otra y al final quedaba una única campana sonando, a la que se imprimía la máxima velocidad, se le daban tantas vueltas y tan rápido que al badajo no le daba tiempo a golpear y el bronce quedaba mudo», explica.

Un toque peculiar en la ciudad eran los de calendas, que se ejecutaba con las campanas que no eran de volteo. Se iniciaba con un toque suave, casi imperceptible, hasta llegar a la máxima intensidad posible para luego reducir de forma paulatina hasta que se iniciaba el repique general, en el que podían llegar a participar entre diez y quince personas a fin de poder voltear todas las campanas.

Estaba el toque de alba; el de ánimas, a las 21.00 horas o a las 22.00, según si fuera verano o invierno; entre los toques más serios estaban los de entierros, los que avisaban de una defunción. Méndez Varo los recuerda al punto de imitarlos de viva voz. El tañer de las campanas señalaba al vecindario de Écija si el feligrés fallecido era hombre, mujer o un niño según la terminación del toque de difuntos; y el toque de dobles, el día del entierro, que se dividía hasta en cuatro clases, según el pago de sus familiares a la Iglesia.