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Actualizado: 17 jun 2018 / 08:29 h.
  • El Palmar de Troya: un exorcismo y 48 Padrenuestros
    Vista parcial del templo tomada desde la pedanía del Palmar de Troya./ Txetxu Rubio
  • El Palmar de Troya: un exorcismo y 48 Padrenuestros
    Imagen de archivo de Clemente Domínguez, que fundó la Iglesia Palmariana y la gobernó como Gregorio XVII.
  • El Palmar de Troya: un exorcismo y 48 Padrenuestros

Desde hace años lo único que trasciende de la Iglesia Una, Santa, Católica, Apostólica y Palmariana son las excentricidades de una secta agonizante cuyos dislates se asoman cada cierto tiempo a las portadas de los periódicos. El último episodio de la tragicomedia acaeció el pasado domingo, 10 de junio, cuando Ginés Jesús Hernández, quien fuera Papa del Palmar de Troya, accedió encapuchado al recinto de la basílica junto a su pareja para desvalijar las arcas, a consecuencia de lo cual acabó apuñalado en medio de una pelea y, tras unos días de recuperación en el Hospital Virgen del Rocío, Gregorio XVIII pasa ahora una temporada en la cárcel Sevilla-I.

La orden de los carmelitas de la Santa Faz sobrevive hoy con alrededor de 1.000 fieles y unos 80 miembros de la corporación, entre curas, sacerdotes, obispos y monjas. Todos gobernados por Su Santidad (sic) Pedro III, a la sazón Joseph Odermatt, un Sumo Pontífice de origen suizo de cuya vida anterior a su llegada al templo del cerro de La Alcaparrosa nada ha trascendido. Ahora como hace décadas todo son habladurías alrededor de lo que sucede en su interior. También proliferan las historias excéntricas sobre supuestas bacanales y fiestas regadas de alcohol que nadie ha podido nunca comprobar. El hermetismo que se afana inútilmente en imponer la congregación siempre se ha vuelto en su contra. Sin embargo, y a diferencia de un pensamiento muy extendido, la Iglesia Palmariana tiene sus puertas abiertas los 365 días del año. Cada día a las seis de la tarde tiene lugar una singular misa a la que el portero, amablemente y sin perder la sonrisa, invita al curioso a pasar siempre que vaya «decorosamente» vestido. «Para los hombres, pantalón largo, nunca vaquero, camisa holgada abrochada hasta el último botón y los puños hasta las muñecas. Las mujeres, falda hasta los tobillos, torso completamente cubierto y un pañuelo en la cabeza», indica de carrerilla.

Disfrazados convenientemente se accede a la basílica, prologada por un encantador bulevar con palmeras y desde el que se vislumbran las fuertes medidas de seguridad del recinto, completamente amurallado, con concertinas y cámaras de vigilancia. «Los hombres nos hemos portado tan mal con Dios que debemos acudir mucho a misa, comulgar cuanto más mejor y ser gobernados por la vara de hierro del Señor», apunta el portero, encantado de evangelizar en tono campechano. «El Señor quiso con las apariciones de la Santísima Virgen María establecer aquí la nueva Santa Sede de la Iglesia, el que está sentado en el trono de Pedro, en el Vaticano, es un impostor», abunda cada vez más crecido en su papel de custodio ante el principiante. «¿Han sentido ustedes quizá la llamada de la vida religiosa?», interroga luego. Un exmiembro del Palmar, José A., cuenta a este periódico que «no hace falta preparación alguna para ser cura, sacerdote, o monja. Es como un juego de disfraces. Basta con caerles bien, entregarse a la causa y donar dinero en abundancia».

Por cierto, la estatua de Franco que presidía la fachada del edificio ha sido retirada. Sigue canonizado pero «era mejor quitarlo de ahí» dice restándole hierro al asunto un fiel. «Eso no es lo importante, Franco, bueno, tendría sus cosas, pero hizo bien a España. Los enemigos de Dios son los masones y los comunistas, también hoy los independentistas. Toda esa gente mala que hay ahí fuera», prorrumpe el guardián, que pasa cerca de diez horas diarias en una minúscula garita junto a la puerta. Es lunes y la misa está a punto de comenzar. Pero, a modo de extra en la visita, nos encontramos con una sorpresa. «Hoy es día de exorcismo». En seguida sabremos que está destinado exclusivamente a las mujeres, «porque en ellas y solo en ellas reside el pecado original» leeremos en la Biblia Palmariana, copia casi exacta de las Sagradas Escrituras con algunas anotaciones realizadas por el fundador de esta congregación, el papa Clemente, que contempló (y monetizó) las supuestas apariciones en este lugar en la década de los 60 y aseguró sufrir estigmas.

Cuando por fin cruzamos el umbral del pórtico del imponente templo vemos que los fieles se segregan (hombres a la izquierda, mujeres a la derecha, curia en los aledaños del altar, monjas recluidas en una zona sin apenas visibilidad). Un cardenal (o un hombre vestido con el pertinente ropaje) lee en voz alta fragmentos bíblicos en latín mientras blande con su mano derecha un hisopo con el que rocía agua bendita a las mujeres. Le asiste un monaguillo que le ayuda en su concentrado menester. Y todas las devotas bajan la mirada mientras musitan sus rezos de rodilla.

En el interior del templo todo son prohibiciones. No se pueden hacer fotos, hombres y mujeres no pueden cruzar palabra, hay que permanecer de rodillas, no se puede dirigir la palabra a los curas ni mirar a los ojos a las monjas y tampoco es posible andar libremente por el interior de la colosal basílica. Al primerizo se le asigna un miembro de la congregación que ejerce de relaciones públicas tutelando su estancia. La misa dura dos horas. Y el 90 por ciento de la misma la pasaremos de rodillas. También la viven así los numerosos niños que acuden diariamente a unos oficios que se desarrollan la mayor parte del tiempo en latín, con un sacerdote y dos ayudantes dando la espalda a la congregación. El rito poco o nada tiene que ver con el actual de la Iglesia Católica. Tiene ciertas coincidencias con la misa que se celebraba según el rito tridentino. Pero los palmarianos trufan de excentricidades la ceremonia.

A lo largo de los 120 minutos que transcurren sin descanso la cuenta se pierde en los más de 48 Padrenuestros que llevamos rezados. Santiguarse es un gesto automático que se repite sin cesar. Y no hay nada parecido a una homilía porque, sencillamente, la celebración transcurre como si no hubiera nadie escuchándola. Los oficiantes murmuran en latín y recurren al castellano solo para iniciar las oraciones más habituales. Llama poderosamente la atención un hecho, el sacerdote realiza continuas eucaristías y toma la comunión hasta ocho veces durante la misa. «Esto es así porque de esta forma recibimos mucho bien, no vamos a misa, vamos a varias misas en una», apunta luego un fiel. Mientras el rito continúa los niños –andaluces, pero también germanos, irlandeses (país en el que existe un templo palmariano de menor envergadura) y rusos– intentan seguir siendo niños pese al castigo de llevar una ropa de invierno en primavera y pasar dos horas diarias arrodillados. Hacen barquitos de papel con los panfletos del Palmar esparcidos por los bancos, vociferan con los brazos en cruz –otra norma de la casa– los Padrenuestros como forma de liberar adrenalina y se entretienen por lo bajini dándose empujones con los protectores de rodilla. Y miran, miran fijamente, con insistencia, al forastero.

La misa continúa. Y para mayor sorpresa vemos por el rabillo del ojo –solo puede mirarse al frente, al altar, o hacia abajo– que en las diez capillas que circundan la nave principal de la basílica, cinco a cada lado, hay otros tantos clérigos realizando continuas consagraciones sin que nadie los atienda, completamente solos; conformando una singularísima coreografía eucarística que es punteada constantemente por un organista que interpreta amabilísimas melodías que, en ocasiones, son seguidas por cánticos de inequívoco contenido: «Somos los palmarianos, somos la luz del mundo...».

La misa termina y tras un receso de diez minutos se organiza una procesión que sale del templo para rodear el bulevar exterior y volver otra vez dentro. Es un cortejo parsimonioso, en el que se respira un incienso pastoso y muy particular y donde se integran fieles y religiosos, ocupando las mujeres las últimas posiciones. Cae la tarde en el Palmar de Troya. La comitiva entra en la iglesia. Hay una evidente belleza en la puesta en escena. Pero aunque la estética pueda funcionar a ratos esta parece insuficiente para mantener el discurso de una secta que aparta a los niños de los que no son palmarianos y en la que todo o casi todo es pecado, como la televisión, internet, la literatura, el alcohol o el tabaco. «Le rogaría que se olvide de la Iglesia Católica, esta es la única Iglesia verdadera», dice un cura ecuatoriano. «El maldito ecumenismo y el perverso Vaticano II entregaron el Trono de Pedro a Satanás. Juan Pablo II y todos los que le han seguido son antipapas», afirma. También leemos idéntica aseveración en el librillo que se regala a quien pacientemente ha asistido a toda la misa. Se titula ¿Dónde está la Verdadera Iglesia?

Salimos del Palmar vigilados por miradas que oscilan entre la indiferencia al recién llegado y la desconfianza. Quien quiera abrazar la fe palmariana deberá entregar el diez por ciento de su sueldo a los carmelitas de la Santa Faz. Te lo exigen así, sin rodeos. En el exterior, en un rincón llama la atención lo que parece un pequeño altar. «Adoramoste, Cristo, Y Bendecimoste porque con tu Santa Cruz redimiste al mundo» se lee en una inscripción. Una cruz con la imagen del Papa Francisco parece querer contraponer dos realidades religiosas enfrentadas. Los palmarianos son considerados una doctrina herética por los católicos. De regreso a la pedanía lo primero que nos recibe es la modesta Iglesia del Carmen. Está cerrada porque solo hay una misa a la semana. Dura media hora. Ni rastro de los seguidores de Pedro III, guarecidos ya en sus casas. «Aquí, en este Monte Sagrado, está la casa del Padre», sentencia el portero de la Santa Faz. Hoy, a las seis de la tarde, tocarán campanas de misa. Misa palmariana.