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Actualizado: 26 feb 2018 / 11:53 h.
  • Cosas que un sevillano no debe hacer ni muerto
    La iglesia barroca, con obras de Murillo, Valdés Leal y Pedro Roldán. / Reportaje gráfico: Jesús Barrera
  • Cosas que un sevillano no debe hacer ni muerto
    Arco de las Reales Atarazanas incluido en el conjunto.
  • Cosas que un sevillano no debe hacer ni muerto
    Patios principales del Hospital de la Caridad.
  • Cosas que un sevillano no debe hacer ni muerto
    Los rosales de Mañara, al pie del monumento que lo recuerda.
  • Cosas que un sevillano no debe hacer ni muerto
    Advertencia a los visitantes en el vestíbulo del inmueble.
  • Cosas que un sevillano no debe hacer ni muerto
    Aspecto exterior del edificio, en la calle Temprado, frente a los jardines.
  • Cosas que un sevillano no debe hacer ni muerto
    Conjunto escultórico de Pedro Roldán para el retablo mayor.
  • Cosas que un sevillano no debe hacer ni muerto
    Detalle de una de las fuentes de los patios principales.
  • Cosas que un sevillano no debe hacer ni muerto
    Obras expuestas en la Sala de Cabildos, junto a la iglesia.

Hay en Sevilla una casa donde da miedo haberse muerto uno y no saberlo; haber acabado siendo un fantasma de la propia existencia y vagar, encadenado a sabe Dios qué trolas (o posverdades, que queda más fino y de diario serio), por un laberinto de valores neblinosos y por una eternidad de lugares comunes que no conducen a ningún sitio. Allí, en el antiguo Hospital de la Caridad, tan unido a la huella de Murillo, el visitante se siente intimidado porque se le pone por delante su vida y se le pregunta si acaso tiene la menor idea de qué significa eso. Es posible que en tiempos de maese Bartolomé, las verdades a pelo fuesen más digeribles. Pero solo imaginar que allí estuvieron juntos, trabajando en esa misión, él, Valdés Leal y Pedro Roldán, mientras Miguel de Mañara preparaba los bocadillos, ya sería bastante para desconfiar de las casualidades y para tener por cierto que Dios habla solemnemente a través del arte cada vez que le sale del dedito pantocrático ese que tiene, que parece que esté diciendo vaya tela cómo están las croquetas, quillo. Aunque solo sea para que riamos a gusto antes de morir, antes de perdernos en las virutas del tiempo sin merecer ni siquiera una celebración por el cuarto centenario de nuestro nacimiento.

En la puerta de la capilla, sentadito en un rincón frente al esqueleto valdeslealiano que te dice que te mueres y ni te enteras (In ictu oculi, en un abrir y cerrar de ojos), hay un silencioso ancianito sentado en una silla y mirando atentamente los movimientos de las visitas. Debe de ser el famoso sistema de videovigilancia del que hablan por doquier los carteles. La gente camina mirando los frescos y los cuadros, maravillada con el retablo mayor de Roldán (dicen que el mejor de todos los barrocos) y con el púlpito, sin darse cuenta de que va pisando tumbas: un caballero veinticuatro, un noble, la hija de un marqués... en cuyas lápidas, por todo anagrama, se repiten la calavera y los huesos, emblemas de la riqueza y de los títulos que uno se lleva en el trolley tras haber entregado la cuchara en el mostrador de facturación.

Hablando de equipajes: aparte de esas Postrimerías que reciben y despiden al visitante en la capilla, los costados del templo lucen cuatro grandes óleos de Murillo que se ve que no le cabían en el carruaje al mariscal Jean de Dieu Soult, napoleónico él y amante del arte (en particular, del robado) una vez que cargó otros cuatro: La curación del paralítico (hoy en la National Gallery de Londres), La liberación de San Pedro (Museo Hermitage de San Petersburgo), Abraham y los tres ángeles (National Gallery de Ottawa) y El retorno del hijo pródigo (National Gallery de Washington). Hoy, su lugar en ese templo-joyero de la Caridad lo ocupan unas copias modernas de las mismas para que la gente se haga una idea de lo malas que son las guerras. Las que sí son auténticas completan el encargo que le hiciera Mañara al pintor para recrear escenas bíblicas que ilustraran las obras de misericordia: dar posada al peregrino, visitar al enfermo, vestir al desnudo... Con ellas, el fundador del antiguo hospital de pobres quería animar a los fieles a que siguieran esos ejemplos para hacer examen de conciencia, dar sentido a sus vidas fugaces y, en consecuencia, conseguir un adosado de primeras calidades con vistas a la diestra del Padre, llegada la hora de la mudanza final.

Las que sí son auténticas, y allí continúan colgadas, son las que llevan por título Santa Isabel de Hungría curando a los tiñosos, San Juan de Dios transportando a un enfermo, La multiplicación de los panes y los peces y Moisés haciendo brotar el agua de la roca. Murillo ya iba para anciano cuando aceptó estos encargos, atraído por la carismática personalidad de un Miguel de Mañara que, tras haberlo sido todo en Sevilla (alcalde mayor, caballero veinticuatro, caballero de la Orden de Calatrava y rico podrido), se dio cuenta tras morir su esposa de que con ese último suspiro se le iba todo cuanto de verdad tenía de valor. Así que se despojó de sus haberes, entregó su fortuna a los pobres y se empeñó en la construcción del hospital. En 1674, tras vicisitudes sin cuento, se abrió a la feligresía la bombonera del Barroco español, que todavía hoy acompaña con su mismo espíritu original a la misión del cuidado de ancianos en la institución de la calle Temprado, y donde descansan las cenizas del hombre que la leyenda dice que vio pasar su propio entierro y que eso le hizo cambiar de vida, cuando la realidad fue mucho más milagrosa y sorprendente.

La iglesia y parte del conjunto que la incluye están construidos sobre una de las naves del antiguo astillero medieval sevillano, las Reales Atarazanas, de la que aún se ven sus inconfundibles arcadas en el patio del fondo. Allí, un surtidor arropado por arbustos acompasa el tránsito de las horas muertas mientras un vetusto azulejo recuerda la antigua calle del Ataúd y otra inscripción indica que allí están, efectivamente, los ocho rosales que en su día plantó Mañara, y de los que dicen que tienen propiedades milagrosas los pétalos de sus flores (cuando las haya, porque aquello está ahora mismo pelado. Aseguran que esas plantas no se mueren nunca y que todos los años renacen, pero vamos, que buena pinta no tienen a día de hoy).

Los lunes por la tarde se entra gratis en este recinto sobrecogedor que a unos les impone porque les habla de la muerte y a otros porque les habla de la vida, y donde el trasiego continuo de ancianos e impedidos, discretos y silenciosos, le coloca delante al más ufano y lozano de los visitantes un espejo en el que tarde o temprano –con un poco de suerte– acabará mirándose. De los muchos y muy curiosos letreros que reclaman la atención del recién llegado, uno pide limosna, otro afirma que nadie podrá entrar en esa santa casa sin hablar antes con el portero y otro más sentencia: Esta casa durará mientras a Dios temieren y a los pobres de Cristo sirvieren. Y en entrando en ella la codicia y vanidad, se perderá. Pero en Sevilla, estas dos paisanas, Codicia y Vanidad, tienen otros sitios que frecuentar. Lugares donde nadie hace preguntas y te lo pasas de muerte.