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Actualizado: 12 jun 2018 / 09:54 h.
  • El Museo Naval: Un camaleón de piedra asomado al Guadalquivir
    Atardecer en Sevilla con la Torre del Oro como testigo. / Reportaje gráfico: Javier Cuesta, Antonio Acedo y C.R.
  • El Museo Naval: Un camaleón de piedra asomado al Guadalquivir
    El rascacielos de la Cartuja asoma entre las almenas.
  • El Museo Naval: Un camaleón de piedra asomado al Guadalquivir
    Lápidas en recuerdo de las inundaciones en el exterior de la torre.
  • El Museo Naval: Un camaleón de piedra asomado al Guadalquivir
    Mascarón de proa del yate real ‘Giralda’, de Alfonso XIII.
  • El Museo Naval: Un camaleón de piedra asomado al Guadalquivir
    Cuadros de marinos célebres abundan entre el material expositivo.
  • El Museo Naval: Un camaleón de piedra asomado al Guadalquivir
    Paneles explicativos de la historia de Sevilla y su río, en la planta baja.
  • El Museo Naval: Un camaleón de piedra asomado al Guadalquivir
    Maqueta del acorazado ‘Bismarck’, a la venta en el museo.
  • El Museo Naval: Un camaleón de piedra asomado al Guadalquivir
    Instrumentos antiguos de navegación, en una de las vitrinas.
  • El Museo Naval: Un camaleón de piedra asomado al Guadalquivir
    Visitantes en la tienda de recuerdos de la Torre del Oro.

Se ha vestido de rosa por el cáncer de mama. De amarillo, aunque solo fuera un ratito, por ocurrencia de Greenpeace. Se ha rebozado de colores para alegrar la vista durante su restauración. Se ha vuelto negra en nombre del planeta y de vez en cuando, si el otoño lo tiene a bien, se la engulle la bruma colocando en su lugar la apariencia de un vacío gris. Este viejo camaleón de piedra oficialmente llamado Torre del Oro no es solo un testigo de la evolución de Sevilla, sino del mismísimo mundo, como confirma esa concha del Terciario incrustada en su piedra cuando todavía ni siquiera existía el sueño de una humanidad sobre la Tierra. Como Museo Naval, es más un pequeño joyero que un cofre del tesoro; lo que no tiene de despampanante en cuanto a contenidos lo tiene en cuanto a relatos. Es, en este sentido, un viejo cuentacuentos empeñado en recordar a quienes entren allí con espíritu de niño las historias prodigiosas que el mar dejó en la orilla de la historia. Para unos, aquellos cachivaches, mapas y episodios narrados por las paredes serán solamente los restos de un naufragio; otros los considerarán vestigios de los tiempos de gloria. Desde un punto de vista aséptico, es una forma más de memoria que puede utilizarse como motivo de entusiasmo o como instrumento de la melancolía. Pero de eso ya nadie tiene la culpa.

Para quienes no vayan por allí desde hace tiempo, hay que destacar de inicio que aquello ya no es lo que era. Se ha modernizado, y envolviendo la planta baja hay unos paneles que recogen la historia del edificio, sus hechuras, el papel del río en Sevilla, la relación con el Nuevo Mundo, el puerto de la ciudad y hasta la navegación fluvial en los tiempos actuales. Para ello, obviamente, ha habido que quitar cosas, como el diente de ballena, el pellejo de tiburón o lo que quiera que fuese aquello que allí colgaba, recordando que en el mar no solo hay gestas, marineros con escorbuto y velas inflándose al viento y arrastrando a los buques hacia sabe Dios qué paraderos, sino también vida. Una vida que por aquellos remotos tiempos de las primeras hazañas todavía se imaginaba monstruosa, lo que añadía un plus de valentía a quienes se aventuraban.

Pero en el mar también hay vientos, y a ellos están dedicados los doce costados de la Torre del Oro, para quien no lo sepa: Boreas, Thracias, Etesius, Céfiro, Argestes, Ábrego, Auster, Leucondio, Omitias, Solano, Carbas y Gálico son los nombres que lucen, como puede verse en la planta alta, que es donde se cuentan las principales peripecias y se muestran los objetos más sobresalientes.

Lo bueno de los museos es que cada uno, en cada visita, se fija en una cosa. En esta ocasión, los ojos se van a detener en cuatro detalles: una figura, una carrera, un apellido y una maqueta. Probablemente, no sean lo más importante, pero eso solo prueba que los museos, más que ser lugares a los que uno debe ir, son lugares a los que uno debe regresar.

La figura es un mascarón de proa. Es, de lejos, lo más vistoso que uno puede ver dentro de la Torre del Oro. Cuelga del muro interior de la planta alta, como si entre la piedra de la que sobresale hubiese quedado atrapado el barco que preside. Es una mujer de mirada soñadora y gesto esperanzado que en la mano que se lleva al pecho parece guardar el anhelo de un encuentro inminente. No es, contra lo que alguien pueda pensar a primera vista, el resto de una de aquellas viejas embarcaciones que surcaron el océano en los tiempos de la conquista de Ultramar; se trata del adorno que decoraba la proa del yate Giralda, del rey Alfonso XIII. Y allí ha quedado, como recuerdo también de la relación de Sevilla y de la navegación con la realeza.

La carrera es la de un buque, cuya historia se cuenta en las paredes del museo: «Encontrándose el Glorioso de 68 cañones a la altura de las Azores, el 25 de julio de 1747, rechazó el ataque del buque británico Warwick de 60 cañones y la fragata Lark a la que desmanteló. A la altura de Finisterre volvió a rechazar otro ataque de un navío británico, el Oxford, de 60 cañones y de dos fragatas de 24 y 20 bocas de fuego de la escuadra del almirante John Byng, logrando arribar a Corcubión y desembarcar su carga el 16 de agosto de 1747», pero no acaba ahí la odisea: «Salió de puerto en demanda de Cádiz y, a la altura de San Vicente, fue atacado sucesivamente por cuatro fragatas corsarias británicas, King George, Prince Frederick, Duke y Princess Amelia, las cuales fueron destrozadas, y por el navío Darmouth de 50 cañones, el cual fue totalmente destruido. Finalmente, acosado por el Russell de 80 cañones y dos fragatas más, Mesía de la Cerda rindió el Glorioso al haberse quedado sin munición». Y como esta, otras proezas repartidas por el edificio, para quien se anime a descubrirlas.

El apellido es Malaspina, y lo lucía un marino italiano de nombre Alessandro (hispanizado como Alejandro) que vivió entre 1754 y 1809. Estuvo, como se narra en el Museo Naval, al servicio de España, «brigadier de la Real Armada, célebre por protagonizar uno de los grandes viajes de la era ilustrada, la llamada Expedición Malaspina (1788-94). Tras conspirar para derribar a Godoy, cayó en desgracia, lo que llevó al olvido de sus grandes logros. Con las corbetas Atrevida y Descubierta, aquella expedición se propuso «incrementar el conocimiento sobre ciencias naturales (botánica, zoología, geología), realizar observaciones astronómicas y construir cartas hidrográficas para las regiones más remotas de América». Lo bueno de leer estas cosas es que sale uno de allí más orgulloso de ser español, pese a los tiempos que corren, que si ganara la Roja el próximo Mundial.

Y luego está la maqueta. No es ninguna de las preciosidades que se exponen allí, sino que se encuentra ya cerquita de la salida y es la del acorazado Bismarck. El lector se preguntará qué tendrá que ver el Bismarck con Sevilla, y he aquí la respuesta: que lo venden en la tienda de la Torre del Oro por 350 euros. No es lo único curioso que puede uno adquirir en el lugar: reloj de bolsillo (44,95 euros), telégrafo (34,95), esfera armilar (44,95), sextante (79,95), brújula con caja (24, 95), pañuelos de seda (45 euros). Por cierto, los lunes la entrada es gratuita. El resto de los días, a tres euros la general.