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Actualizado: 14 may 2017 / 08:35 h.
  • Rafael Romay, con algunos de los sofisticados chips creados por Anafocus desde su sede en la Cartuja. / Manuel Gómez
    Rafael Romay, con algunos de los sofisticados chips creados por Anafocus desde su sede en la Cartuja. / Manuel Gómez

“Recuerdo cuando comenzamos y decía a mis socios: ¿Imagináis que algún día abramos la puerta y tengamos 15 o 20 personas trabajando gracias a nuestro esfuerzo?. Hoy ya son 82. Y ahora formando parte de un grupo empresarial como Teledyne que factura 2.800 millones de dólares al año. Estamos muy orgullosos en Anafocus pero la alegría nos la guardamos en el fuero interno. Para seguir concentrados en hacer bien cada proyecto y seguir contentando a los clientes”. Así se confiesa Rafael Romay, sevillano de 40 años, casado y con dos hijos, a los que, tras aterrizar desde Los Ángeles, ha podido disfrutar en sus vacaciones escolares durante la semana de Feria, y a los que tiene que ver por Skype en sus numerosos viajes intercontinentales cuando ha de perseverar para abrir camino al desarrollo de una de las empresas tecnológicas sevillanas más avanzadas. Los chips diseñados y producidos por Anafocus son un símbolo de la Sevilla de primer nivel mundial que trabaja e innova en la isla de la Cartuja.

¿Cuáles son sus orígenes?

Mi padre, mis tíos y mis abuelos eran carpinteros. Hasta hace cinco años tuvieron abierta la carpintería en la calle Torreblanca, en la Macarena. Mi madre, trianera, trabajaba de cigarrera en la fábrica de Tabacalera. Viví mi niñez en la barriada del Cerezo. Estudié en el Colegio La Salle, en la calle San Luis, y después en el Instituto San Isidoro. Me gustaban las ciencias, elegí hacer la carrera de Telecomunicaciones porque tenía buena salida profesional y porque no había asignatura de dibujo técnico, que a mí se me daba mal. Acerté, sintonicé con esa carrera, aunque el nivel era durísimo.

¿Cómo se crea Anafocus?

La idea es de cuatro de mis profesores en la Universidad de Sevilla e investigadores en el Centro de Microelectrónica (CSIC): Ángel Rodríguez Vázquez, Fernando Medeiro, Rafael Domínguez Castro y Servando Espejo. Con Ángel a la cabeza, sumaban una extraordinaria producción investigadora, con numerosas publicaciones de relevancia internacional, consecución de proyectos europeos, etc. Y pensaron que era conveniente crear una empresa para generar valor en Sevilla con los resultados de sus investigaciones y con su propiedad intelectual.

¿No le tentó ser profesor universitario?

Me lo propusieron, pero yo no tenía vocación docente y había un ‘boom’ de salidas profesionales en mi especialidad. Me fui en 1998 a Madrid de ingeniero a la empresa norteamericana Lucent Technologies, vinculado a un programa de reclutamiento internacional de talento en los laboratorios Bell Labs, en Estados Unidos. Dos años después, en el 2000, cuando les afectó la llamada crisis de la burbuja tecnológica, me volví a Sevilla. Ángel me confirmó que estaban decididos a crear la empresa y que me sumara. Como aún era solo un proyecto por perfilar, decidí entrar a trabajar en Telvent, de Abengoa. Durante un año aprendí mucho en Telvent, viajando por toda España, sobre la vertiente comercial de hacer proyectos y venderlos. A la vez, estaba en contacto diario por las tardes-noches con mis antiguos profesores, me dieron su boceto de plan de negocio, y, por mi cuenta, me dediqué a pensar cómo articularlo bien. Cuando llevaba un año así, llegué a la conclusión de que o me dedicaba a eso a tiempo completo o nunca iba a hacerse realidad, porque ellos seguían atendiendo sus obligaciones como investigadores y de profesores de universidad. Renuncié a seguir en Abengoa y fui el primer empleado de Innovaciones Microelectrónicas, que es como se llamaba la compañía antes de crear la marca comercial de Anafocus.

En esa época, ¿no le dijeron en su entorno que estaba loco, por dejar un empleo en Abengoa?

Sí, mucha gente me lo dijo. Pero yo tenía 24 años, no tenía aún hijos, no quería quedarme toda la vida en Abengoa, Y cómo no iba a dar el paso para vivir una experiencia que, incluso si no fructificaba como empresa, iba a ser muy buena. Apenas había dinero, solo tenía un ordenador prestado y un despacho pequeño, pero la capacitación técnica de esos profesores era la mejor en el sector en miles de kilómetros a la redonda.

¿Desde el principio tuvo perspectiva internacional?

Siempre. Con los contactos que tenían a través de profesores de universidades en otros países, pensaban que por ahí saldrían oportunidades para una tecnología de sensores de imagen con inteligencia integral, fruto de sus investigaciones. Pero descubrimos que del ‘esto es muy interesante y puede servir para’ a ‘vamos a venderlo’ hay un trecho bestial. Con muy poco dinero (solo había un salario, el mío), viajábamos todo lo que podíamos. Pero solo lográbamos palabras de apoyo.

¿Cómo mejoraron su estrategia empresarial?

Me orientó muy bien Juan Martínez Barea, que llevaba el programa Creara en el Instituto San Telmo. Ganamos la tercera edición. Eso nos dio algo de dinero y más visibilidad. Se fijó en nosotros Bullnet Capital, de Madrid. Y decidieron invertir en Anafocus, siendo conscientes de que “esto tiene muy buena pinta pero está super verde, vamos a trabajar”. Estuvimos más de un año madurando con ellos el plan de negocio, explorando sectores a los que ofrecer desarrollo tecnológico. Y comenzamos en septiembre de 2003, alquilamos una oficina en el Pabellón de Italia de la Expo’92 [donde ahora ocupan muchos módulos], y creamos el equipo inicial, con los cinco socios más cinco personas con buena experiencia profesional en microelecrónica.

¿Ya les fue más fácil captar clientes?

Tampoco. Cuando les enseñábamos y les explicábamos los sensores con inteligencia incorporada, nos decían: “Es espectacular, pero tendrá uso dentro de 20 años”. Se había dedicado tanto esfuerzo a investigación (y seguíamos invirtiendo en eso) que estábamos muy por delante de la industria. Por inexperiencia, nos sorprendió. Además, éramos una microempresa. Cuando fui a Seúl para presentarnos ante Samsung, y les gustó mucho lo que le presentamos, nos tuvieron en cuenta para su nueva generación de sensores. Pero los otros posibles proveedores eran empresas gigantescas. ¿Cómo iban a confiar en nosotros?

¿Qué decidieron cambiar?

Como no podíamos vender sensores con una capacidad de inteligencia diez veces mayor de la que los clientes demandaban, acordamos adaptarnos a las necesidades del mercado y proponerles chips menos complejos. Era tomar una decisión muy traumática, porque estábamos gastando todo nuestro dinero en llevar esa tecnología a su punto de maduración, y teníamos que parar ese proceso y no invertir más hasta que encontráramos un cliente que tirase de nosotros hacia arriba.

¿Se cumplió el dicho de ‘a la tercera, la vencida’?

Sí, porque logramos dos buenos clientes. Primero, Texas Instruments desde Japón. Y después Cognex, también norteamericana. Tanto interés pusieron en Cognex que vinieron dos veces a Sevilla, la segunda con su consejero delegado. Y cuando estábamos negociando el contrato, nos ofrecieron comprarnos la empresa. No aceptamos. Hoy en día, sigue siendo uno de nuestros mejores clientes. Y aquellos acuerdos nos reforzaron anímicamente en que habíamos acertado reorientando el modelo de negocio a vender chips completos (y no solo su diseño) con la inteligencia adaptada a los criterios del cliente.

¿Cómo lograron contratos con las grandes empresas japonesas de tecnología óptica?

En Lyon (Francia), en una convención del sector, me presenté a Takami Hasegawa, el presidente de la empresa Jai. Tras conversar con él, y explicarle lo que hacíamos, me dijo: “Le compramos los sensores a Sony pero los quiero cambiar. A lo mejor, podemos hacer algo juntos”. Minutos después, me lleva a una zona donde había muchos japoneses sentados, y me dice: “Déjame que te presente”. Y les comentó: “Este es mi amigo Rafael, de España, tiene una empresa que hace sensores buenísimos, y dice que los puede hacer mejores que Sony. A ver si habláis con él después”. Fue fantástico. Uno era el vicepresidente de Toshiba, y otros eran altos ejecutivos de otras grandes empresas. Jai nos dio la oportunidad de fabricar el primer sensor. Y en un año, con varios viajes a Japón, logramos cuatro acuerdos que colmaron toda nuestra capacidad productiva de entonces.

¿Qué han aprendido en la relación de complicidad con grandes empresas japonesas?

Lo primero: aprender a desvivirte por tu cliente. En Japón, el cliente es un dios, y ellos esperan de ti todo y más. Aprendimos el nivel de profesionalidad y comunicación que esperan de ti. Esa disciplina, y esa intimidad en la colaboración, nos ha servido mucho para mejorar como empresa, y considerarnos como la extensión del cliente que nos encarga un desarrollo muy innovador. Tanta confianza se ha forjado que hay empresas japonesas que nos han ayudado, cuando nos faltaban ingresos y liquidez, y nos han hecho pedidos para el año siguiente con el fin de pagarnos pronto y salvarnos el pellejo. Son clientes extremadamente rentables, y saben que si nos ayudan a la larga se están ayudando a su rentabilidad.

¿Cómo son sus procesos de producción?

Hemos ido desarrollando tres o cuatro modelos de chips nuevos cada año. Son proyectos que requieren mucha investigación, tardan unos dos o tres años en estar listos para producción, pero a partir de ahí son productos con una demanda muy larga, pueden durar diez años o más. Se fabrican en Israel y Japón, pues las fábricas de silicio tienen un coste descomunal. Nosotros diseñamos el chip y mandamos su base de datos a Israel. Desde allí nos devuelven las obleas, las probamos y las mandamos a una casa de ensamblado junto con la cápsula y el cristal, que también diseñamos y enviamos. Kyocera corta la oblea en el cuadrado, lo pega dentro de la cápsula, le conecta los hilos de soldadura, le pega el cristal y nos envía el chip montado. Nosotros los recibimos, y en nuestra ‘sala blanca’ (protegida de cualquier agente contaminante) los probamos. Cada chip sale con su número de serie y se envía al cliente final.

¿Cuál es el más sofisticado?

Uno que es para cámaras científicas, y capta tres millones de fotogramas en un segundo. El chip cuesta 10.000 euros. Los más baratos son los que se incorporan a las máquinas en los lineales para clasificar alimentos, y buscan defectos en granos de arroz, en hojas de té y en casi todos los alimentos hoy en día. Detectan los que tienen defectos por encima de lo tolerado, y los sopladores automáticos los sacan de las cintas y caen en cubetas para ser destinados a piensos para animales, por ejemplo.

Dígame otros ejemplos de sensores creados por Anafocus.

Siempre son para usos científicos o industriales. Por ejemplo, sensores para inspeccionar la electrónica que va dentro de los teléfonos móviles, son capaces de analizar cada detalle de las placas, durante el proceso de fabricación y montaje de esos aparatos. También hacemos sensores capaces de ver con la mínima luz posible. Se utilizan para experimentos científicos, para videovigilancia, para aplicaciones militares.

¿Cuál es su próxima gran novedad?

El primero que vamos a vender para el sector del automóvil. Es de visión nocturna, muy avanzado, permite por una pantalla mostrar imágenes y calcular distancias respecto al objeto u obstáculo. Le da al conductor la opción de ver a 250 metros de distancia en cualquier circunstancia, ya sea de noche, haya niebla, o diluvie, o nieve, o una tormenta de arena. Es asistencia a la conducción, no conducción automática. Ya tenemos un acuerdo con una gran compañía, y se está probando en coches de importantes fabricantes. Nosotros hacemos el chip y nuestro cliente fabrica una cámara que integra ese chip con una óptica especial y con un iluminador especial, infrarrojo. La potencialidad es enorme para un mercado como el de la automoción. Y la estrategia de venta es que se pueda comercializar directamente, que el propietario del coche pueda adquirirlo e incorporarlo a su vehículo.

¿Se ha acostumbrado a dirigir una empresa que no es conocida por el gran público?

Los acuerdos de confidencialidad son una ventaja y un handicap. Aunque tengamos los mejores clientes del mundo, y hagamos los chips más avanzados del mundo, no podemos decir que los hacemos, porque el cliente no quiere que su principal competidor se entere y nos proponga lo mismo aunque sea pintado en verde para disimular. Para desarrollar nuestra empresa, tenemos la dificultad de no poder propagar quiénes son nuestros clientes ni cuáles nuestros contratos. Tenemos que basarnos en lo que ya lleva más años en el mercado. Intentamos aplicar a otros sectores la tecnología que desarrollamos para otro, siempre y cuando no haya conflicto de intereses ni para el cliente ni para nosotros. Si pudiéramos propagarlo todo, venderíamos mucho más.

Explique la ventaja que tienen a cambio.

De lo que estoy más orgulloso, y el mérito es de los extraordinarios profesionales que conforman la plantilla, es que todos los clientes vuelven a nosotros y repiten para encargarnos más proyectos a la medida. No hemos perdido ni uno. Eso requiere un fantástico trabajo en equipo. Si yo tengo la relación estrecha con los presidentes y vicepresidentes de las empresas, cada departamento de Anafocus tiene una interlocución muy buena con sus respectivos responsables de ingeniería y de investigación. Fernando Medeiro y Rafael Domínguez son los codirectores técnicos y su amplísima experiencia y liderazgo han sido y son claves en todos nuestros proyectos.

En 2014, la empresa británica e2v adquirió Anafocus por 34 millones de euros. ¿Mantuvieron toda su capacidad de marcar el rumbo?

El único cambio interno fue intensificar la elaboración de informes para la cúpula de e2v con el fin de reportarles datos sobre la coyuntura contable y financiera mes a mes. Cuando compraron el 100% de las acciones, ya teníamos elaborado un plan muy ambicioso de crecimiento. Pasar en 2014 de 6 millones de facturación a 11,5 millones en 2015, y a 18 millones en 2016. Nos dijo el CEO de e2v, Steve Blair: “Tenéis que demostrarle al mercado, y a nuestra junta general de accionistas, que vais a alcanzar esos objetivos, y que os hemos comprado por el valor de lo que vais a alcanzar”. Y lo logramos, fueron dos años de ‘sprint’ sostenido, a tope toda la plantilla de Anafocus, una labor formidable de la que todos se han beneficiado.

En marzo de 2017, la multinacional norteamericana Teledyne ha comprado a todo el grupo e2v por unos 800 millones de dólares. ¿En qué les afecta?

Teledyne ya nos quiso comprar en 2014, pero no le pareció tan creíble como a e2v nuestro plan de crecimiento. Nos va a dejar trabajar con autonomía, nos ha comprado como empresa independiente y vamos a ser Teledyne Anafocus, dentro de su división de imagen. El 1 de junio comienza una integración que ya estaba prevista antes de esta operación. La integración de Anafocus con la filial de e2v en Grenoble (Francia). Todo el equipo de ingeniería de Grenoble y Sevilla estará bajo mi dirección, allí son 45 ingenieros y aquí 70. Y trabajaremos juntos en los proyectos, en la producción y en la comercialización. Eso nos va a ayudar a crecer más y, además de trabajar para nuestros grandes clientes, invertiremos para hacer también productos con marca propia y a la venta en un mercado abierto.

¿En qué ámbitos?

En cinco mercados: máquinas de usos científicos, máquinas de automatización industrial, en tecnología para la salud (endoscopios, ecografías, radiografías...), en lectores de códigos de barras (hoy en día casi todos los lectores tienen dentro nuestros chips) y en sensores de tres dimensiones para medir la profundidad. En este último campo, hay unas posibilidades impresionantes de crecimiento.

Si en Teledyne ya le conocían, ¿cómo ha sido la interlocución, ahora desde dentro?

Es una multinacional que factura 2.800 millones de dólares. Para mí ha sido muy grato volver a reunirme con Robert Mehrabian, su consejero delegado, y con todo su equipo de directivos. Tienen su sede en Thousand Oaks, un barrio residencial de los Ángeles. Les presentamos cómo ha sido nuestra evolución y lo que hemos hecho, desde que se interesaron por nosotros en 2014. En mi equipo voy a dedicar a una persona dedicada exclusivamente a explorar las sinergias que podemos desarrollar con Teledyne, porque las opciones son muchísimas. Es una empresa gigante, que hace desde los motores supersónicos de los aviones de las Fuerzas Aéreas de los EEUU, hasta pequeños submarinos para instalaciones de pozos petrolíferos.

¿Mantiene su capacidad de decisión desde Sevilla?

Claro. Queremos tener la capacidad de influir en las decisiones que nos atañen y con los proyectos que proponemos. Tengo un presidente al que reporto, que está en Grenoble (Francia), con el que tengo una relación muy fluida. Por encima de él ahora hay otro presidente, que está en EEUU, y con el que también tengo amistad desde 2014, mantenemos conversaciones casi a diario. Y por encima de él está el CEO de Teledyne, Robert Mehrabian. A partir de ahora, haré más viajes a California, para reuniones ejecutivas de periodicidad trimestral, y siempre los aprovecharé también para visitar a clientes en toda la zona de la Bahía de San Francisco.

Ahora que están en la cresta de la ola, ¿sigue aprendiendo del recuerdo de los momentos difíciles?

En cualquier proyecto empresarial, son más altas las probabilidades de fracaso que de éxito. Hemos sido capaces de superar situaciones complicadas y de desesperanza. Recuerdo una negociación de un contrato en Osaka (Japón) en un momento difícil, y yo sabía que en Sevilla eran las cuatro de la madrugada y mis socios estaban despiertos, y preocupados, porque si no se firmaba ese contrato no había dinero para pagar los salarios dos meses después. Otra cosa de la que estamos orgullosos es de haber devuelto hasta el último euro, intereses incluidos, del dinero que nos aportó al principio la Junta de Andalucía, con una subvención y con un préstamo del Fondo Jeremie europeo. Todo se ha devuelto a las arcas públicas, y se usó escrupulosamente para contratar más profesionales, y ahora siguen empleados con nosotros.

¿La mayor parte de las ventas son aún en Japón?

Sí, ahora es más del 50% de nuestro negocio. Hace seis años era prácticamente el 100% solo allí. Seguirán siendo clientes muy activos, la mentalidad de las empresas japonesas es invertir a largo plazo.

¿Ha calculado cuánto tiempo al año pasa en aeropuertos y aviones?

Hay meses en los que estoy fuera de casa la tercera parte del tiempo porque he sido la única fuerza comercial de Anafocus. En estos meses de mayo y junio va a ser aún más: tres cuartas partes del calendario. Viaje de dos días a Francia. Después, una semana en Japón. Y una semana en China. Vuelvo cinco días a Sevilla y me voy a Francia, China, Canadá, Estados Unidos... Periodos en los que echo de menos a la familia y duermo muy poco. Con las diferencias horarias, dedico siempre tiempo, antes y después de acostarme, a responder mensajes de correo electrónico. Aprendí a apagar el móvil por las noches, porque me llaman muchas personas, desde Sevilla o desde cualquier lugar del mundo, y no saben en qué continente estoy, por lo que sin mala fe me despertarían. Si hay un problema urgente y desde la empresa me llaman y comprueban que está apagado el móvil, los jefes de departamento tienen autonomía para reaccionar y resolver a toda velocidad. Son compañeros que llevan juntos doce años, puedo confiar absolutamente en ellos.

¿Las videoconferencias no pueden reemplazar a los viajes intercontinentales?

El contacto personal es fundamental, sobre todo en Asia. Este es mi viaje número 35 a Japón. Y siempre vuelvo con la sensación de que en una o dos semanas he avanzado más que en dos meses contactando a distancia. Pensemos que son conversaciones y negociaciones muy técnicas. Son reuniones en las que, a bocajarro, hay que dar respuesta a lo más especial que te proponen. Para ellos, es como querer la casa de sus sueños. Y a mí me toca convencerlos de que se la podemos hacer, o explicarles que eso no es posible, y a cambio darles otra solución.

¿Cuáles son sus objetivos de crecimiento?

Si conseguimos afincarnos en una curva de un crecimiento del 15 al 20% año a año, me doy más que por satisfecho. No es fácil, porque los mercados en los que nosotros trabajamos tienden a crecer más o menos en torno a un 10% anual. Pero no es imposible crecer un 50 o un 100% por encima de nuestro mercado, cuando tienes tecnología muy innovadora.

Para equilibrar el desarrollo económico de Sevilla, hacen falta más empresas como Anafocus, que participan en procesos de producción y no solo de servicios.

Sí, porque quienes estamos en esta empresa hemos aprendido que un modelo de producto siempre es mucho más rentable y sostenible que un modelo de servicio. Vender horas de trabajo es muy difícil. A largo plazo, para mantener un negocio, necesitas una fuente de ingresos recurrente, algo que te dé robustez. Porque el mercado no siempre coopera, y cuando no consigues proyectos, necesitas una base de negocio que te permita sobrevivir y crecer.

Innovar es condición necesaria, pero no suficiente para hacerse valer en una competencia global.

En Anafocus, todo está basado en innovación tecnológica muy especializada y diferencial. Hacemos un esfuerzo ímprobo para validar la innovación que sustenta nuestro modelo de negocio. Como dice uno de mis amigos: “La gente solo paga por hacer lo que ellos no saben hacer”. Hoy el conocimiento está globalizado, todo el mundo sabe hacer de casi todo, y busca en internet cómo aprender a hacerlo. Solo puedes marcar la diferencia con desarrollos muy específicos. A los que hemos llegado gracias al conocimiento aplicado de mis socios, investigando 20 años de día y de noche.

¿No debería incentivar, tanto la universidad como la ciudad, a los profesores y catedráticos que deciden convertir sus conocimientos en creación de empresas y de puestos de trabajo? Porque da la impresión de que se valora igual a quien se arriesga y lleva a cabo ese esfuerzo colosal que quien se limita a dar clases, corregir exámenes y poner notas.

También es muy importante mantener la educación de calidad. Hemos podido sustentar nuestro desarrollo gracias a contratar a muchos recién titulados en la Universidad de Sevilla (Física, Telecomunicaciones, Informática, Ingeniería...) que han demostrado estar bien formados. Y si no hay profesores muy capacitados, de quién te vas a nutrir. Pero, a la vez, nuestras universidades tienen que cambiar para ser más generosas y que sus profesores emprendedores puedan desvincularse temporalmente y crear empresas. Mis socios tuvieron muchas dificultades. Tenían gran mérito, porque un funcionario que emprende es muy difícil de encontrar. El funcionariado da sensación de estabilidad, de empleo en propiedad. Y la familia te dice que estás loco por dejar eso. En los países más avanzados, las universidades favorecen acuerdos para conceder la excedencia y, pasados dos, tres o cinco años, que esos profesores retornen a las clases. Así pueden emprender sin el temor a perderlo todo. Porque, seamos realistas, la mayor parte de los proyectos empresariales no salen adelante, acaban mal.

¿Cómo convencería usted a los rectores, poniendo Anafocus como caso de éxito?

El profesor que se va a emprender un negocio no descapitaliza a la universidad, sino que potencialmente es una semilla de la cual, si florece adecuadamente, va a crear mucho más empleo y va a dar trabajo a recién titulados de la universidad. Así se desarrolla un tejido industrial alrededor de la universidad, y ésta se beneficia. Sus alumnos encuentran empleo de calidad y esa titulación se demandará más. Ángel Rodríguez Vázquez regresó en 2010 a la Universidad de Sevilla y sigue impartiendo su magisterio como catedrático.

¿Cómo es la tipología de la plantilla?

Somos ahora 82 personas, de las que 22 son mujeres y 60 hombres. La edad media es de 37 años. La mayor parte de la plantilla lleva diez años al menos en la empresa. Invertimos mucho en su formación continua. Y valoran que es una empresa con buenos salarios y proyectos que motivan. También tenemos titulados de FP Superior en Electrónica (la mayoría de los Salesianos de la Trinidad), sobre todo para la labor de test final de los sensores.

¿Les asocian fuera de España con la Expo 92?

Mucha gente de otros países conoció la Expo 92. Y tienen muy buenos recuerdos, les gustó. Quienes estuvieron hace 25 años y nos visitan, y ven en Cartuja todo lo que está en pie y con actividad, lo valoran muy positivamente. Nosotros no vendemos más por ser una empresa afincada en un pabellón de la Expo. Pero para nosotros es un activo. Está en sintonía con lo que hacemos. Además, existen programas específicos de ayudas a empresas instaladas en parques científicos y tecnológicos, para acometer inversiones en infraestructuras.

¿De verdad la isla de la Cartuja tiene potencial para la captación de inversiones internacionales?

Con perspectiva internacional, Sevilla no es una ciudad muy bien comunicada, para qué nos vamos a engañar. Muchos clientes que nos visitan desde otros continentes, nos dicen: “Qué difícil es llegar a Sevilla”. Al menos, una vez están en el aeropuerto o en la estación de trenes, tardan pocos minutos en desplazarse a Cartuja. Y el Parque Empresarial, Tecnológico y Científico es un lugar bonito. A pesar de ser un gran barrio de Sevilla, la inversión en infraestructuras está por debajo de lo que se destina a otros barrios. En el Círculo de Empresarios tenemos muy claro el por qué: en Cartuja no vive gente, por lo tanto, no se rivaliza por los votos. En consecuencia, se invierte más en los distritos donde se asocia la vida de vecindario con el voto. Pero Cartuja es un pulmón económico de la ciudad. La facturación de las empresas que aquí trabajamos supera los 2.000 millones de euros. Aquí tienen su empleo miles y miles de personas. Y es un lugar observado por representantes de empresas extranjeras, que podrían invertir para afincarse. Por todo ello, es importante que las infraestructuras y equipamientos en Cartuja estuvieran mucho mejor.

Si la sociedad dice en las encuestas que su mayor preocupación es el empleo, ¿por qué no demanda en Sevilla que se invierta más en zonas como Cartuja donde se generan los empleos?

Sevilla es una ciudad turística conocida sobre todo por su historia, cultura y monumentos. Es razonable pensar que los fondos públicos se inviertan en mantener bien las zonas más turísticas. Y puedo decir, porque se lo he escuchado muchas veces a clientes de otros países, que consideran a Sevilla mejor cuidada que Roma y que otras grandes ciudades históricas y turísticas. Por lo tanto, invertir en eso también ayuda. Pero Sevilla ha de ser consciente de que también ha de dotar con un alto nivel de calidad el mantenimiento de Cartuja. Porque ya es un área fundamental para la prosperidad de la ciudad. Desde el Círculo de Empresarios estamos haciendo muchos esfuerzos con todas las autoridades, sobre todo con el alcalde y su equipo municipal, para explicarles cuáles son las iniciativas más prioritarias. Hemos notado en Juan Espadas y su equipo más receptividad. Eso tiene que convertirse en disponibilidad presupuestaria. Entendemos las dificultades pero no perdemos la esperanza. Sería un acierto porque a la larga redundará en la llegada de más empresas para invertir en Sevilla en sectores de alta tecnología, y se recuperará con creces el dinero destinado desde las arcas municipales.

Como ciudadano de Sevilla, ¿qué recomendaría afrontar como primera prioridad?

Lo que más me preocupa, no solo en Sevilla sino en todo el sur de España, es la elevadísima tasa de jóvenes de 25 a 30 años en desempleo crónico y con poca cualificación. Dramático. Empezaron a trabajar a muy temprana edad vinculados a la ‘burbuja del ladrillo’. Llevan de ocho a diez años casi todo el tiempo en paro. Ahora, sus escasas opciones pasan por empleos esporádicos y de muy baja calidad. Necesitan con urgencia un plan de rescate y reorientar sus vidas con empleos en otros sectores, bien remunerados y estables. Para eso, se necesita en Sevilla fortalecer el tejido industrial. Sus dificultades son mucho mayores que las de los jóvenes con buena formación. Éstos se mueven más y tienen mejores perspectivas para tener trabajo dentro o fuera de España.