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Actualizado: 23 jul 2018 / 09:58 h.
  • El ‘sevillano’ que evitó que la Gran Guerra llegara a España
    Otto Engelhardt rodeado de familiares y amigos. / El Corro

Un alemán de nacimiento, sevillano de corazón. Así era Otto Engelhardt, el ingeniero teutón que trajo la luz a la capital hispalense, modernizó sus tranvías, levantó un laboratorio farmacéutico, fue cónsul honorario, benefactor e intelectual y dejó su sello en El Liberal de José Laguillo, desafiando al mismísimo Hitler. Pero que sobre todo eso, que no es poco, evitó desde la capital andaluza que una España pobre, retrasada y depresiva entrara de lleno en la Primera Guerra Mundial. Franco se lo agradeció fusilándolo, y más de 80 años después, la ciudad a la que tanto contribuyó, reconoce sus méritos poniéndole una calle. Pero don Otto fue mucho más que un azulejo en la pared.


Otto Engelhardt y un amigo en un simulacro de duelo con pistola en Villa Chaboya. / Archivo familia Engelhardt

Entre sus hazañas, destaca la que libró a España de una encrucijada diabólica. Lanzada y en auge la entonces conocida como Gran Guerra (Primera Guerra Mundial), el país, aún convaleciente del desastre del 98, la pérdida de los territorios ultramar y pendiente del avispero que tenía en el Protectorado de Marruecos se dividía entre germanófilos y aliadófilos. Sin embargo, como se cita, la situación de la otrora potencia imperial española no era la más oportuna para este berenjenal. Entrar en la Gran Guerra hubiera sido un desastre, y por eso España mantuvo y conservó, a duras penas, la neutralidad en la contienda. Uno de los artífices de esta neutralidad fue Otto Engelhardt, por entonces cónsul honorario del imperio alemán en Sevilla, a quién llegó un encargo envenenado: ser un peón clave en un sabotaje de barcos que comprometiera esta neutralidad española y obligara al Gobierno de Madrid a tomar parte en la Gran Guerra. Los fantasmas se posan sobre un recuerdo por entonces cercano, el sabotaje del USS Maine en La Habana, y en cómo desencadenó en la guerra hispano-estadounidense, de la que no habían pasado ni dos décadas y que tanto daño hizo a España.

La connivencia del cónsul en la capital hispalense era clave para que unos cartuchos de dinamita ubicados un depósito metálico explotaran los barcos señalados. Una gran cantidad de explosivos llegaron al consulado, donde habría de custodiarlos y alumbrar la operación. En concreto, se trataría de la voladura de dos navíos de bandera alemana, fondeados en un muelle de San Juan de Aznalfarache, llamados Néstor y Riga. Por entonces, desatada la contienda bélica, Portugal había comunicado a Alemania el bloqueo y apresamiento de toda la flota teutona presente en aguas lusas. Para evitar esta circunstancia en España, Alemania estaba dispuesta a volar cuantos barcos de su nación estuvieran en el objetivo del Gobierno español, comprometiendo, de paso, la neutralidad hispana, y dándole motivos para el casus belli. El comportamiento portugués sí finalizó con la cruzada declaración bélica, y por consiguiente, la entrada del país ibérico en el bando aliado en la Primera Guerra Mundial. España, gracias a Otto, se libró. Y lo agradeció.


Conrado, Ruth Engelhardt y Leonor Bock Cano, hija de antigua trabajadora de Sanavida, en Villa Chaboya.

Según cuenta en sus propias memorias, el material con el que efectuar el boicot llegó a Otto desde un submarino que remontó el Guadalquivir. Toparon, sin embargo, con un hueso duro de roer. Engelhardt era un consumado pacifista, que negó su colaboración al oficial de la Marina alemana que le realizó las indicaciones e hizo llegar la denuncia hasta Berlín. Se trataba, sin ánimo de dudas, de una treta que a la larga acabaría arrasando esa España, Sevilla incluida, que este buen hombre tanto amaba. «Un cónsul no debía mezclarse en empresas militares. Debía ocuparse solamente de cosas pacíficas al servicio de la nación», llegaría a escribir en Adiós Alemania, esas memorias autobiográficas que se conservan en el Archivo General de Andalucía. Más adelante, Otto renunció a la nacionalidad centroeuropea y abrazó la española. Pero eso será después. Empecemos por el principio, he aquí su historia.

El hombre que modernizó Sevilla

Otto Engeldhard nació en el impronunciable Brunswick, en la Baja Sajonia alemana, un 7 de agosto de 1866. En su país natal se hizo ingeniero, y no tenía aún 30 años cuando fue destinado a la ciudad a la que quedaría ligado para el resto de su vida, una Sevilla que en el ocaso decimonónico era aún un pueblo grande terriblemente subdesarrollado. Corría el 1894 cuando la empresa teutona AEG y el también alemán Deutsche Bank se convirtieron en socios mayoritarios de la nueva compañía eléctrica hispalense, Sevillana de Electricidad. Los centroeuropeos decidieron para su dirección a este joven y pujante ingeniero, que había desempeñado funciones para AEG en Berlín y ya era director de una compañía de electricidad y tranvías en Anhalt, un condado en el corazón alemán, con Magdeburgo como ciudad principal.


Leonor Bock Cano, hija de una antigua trabajadora de Sanavida, junto a las ruinas del la antigua empresa farmacéutica.

Engelhardt, casado con Anna y con dos hijos, Conrado y Otto, dejó a la familia en Alemania y arribó a Sevilla, dónde se puso al frente de unos de los grandes procesos modernizadores sufridos en la urbe andaluza: la llegada de la electricidad. Sevillana puso en marcha la construcción de su central, en la calle Arjona, entrando en funcionamiento en marzo del 96. Al poco tiempo rozaban los 500 abonados, con clientes de la importancia de la Fábrica de Tabacos o el Puerto, amén de las primeras iluminaciones del Real de la Feria. Pronto, el fluido llegó también a la provincia. La dirección exacta y cualificada de la compañía le granjeó a ese joven y casi barbilampiño ingeniero alemán, eso sí, con mostacho a la moda decimonónica, una fama extensa y creciente entre el populacho hispalense. Nacía así la ascendencia de Don Otto, el hombre del que puede decirse que trajo la luz a Sevilla.

Su buen hacer en el ramo eléctrico, un negocio que crecía a ritmo vertiginoso, impulsó su figura como gestor de éxito, y de forma paralela a la dirección de Sevillana de Electricidad, Otto fue escogido para liderar la gran renovación de otra compañía clave en la urbe, The Seville Tramways, o lo que es lo mismo, la empresa que gestionaba los tranvías públicos. Se trataba esta de otra sociedad de capital foráneo, incluso sin castellanizar su nombre, y que pretendía con el fichaje del joven ingeniero acometer el necesario relevo de su fuerza motriz: de la fuerza animal de las mulas –conocido como tranvía de sangre- al impulsado por la electricidad.

Aquí se produce otra de sus grandes gestas en la capital andaluza: la inauguración de la tracción eléctrica el 11 de septiembre de 1899, situando a Sevilla como la quinta ciudad española en contar con tan novedoso sistema. Solo Madrid, y el norte moderno e industrial de Barcelona, Bilbao y San Sebastián le precedieron, siendo este un auténtico hito en la urbe, conseguido antes de llegar al nuevo siglo. La red en su primera fase contó con 19,9 kilómetros de itinerarios entre las cocheras de Puerta del Osario y Plaza de Armas, con ramales al Parque de María Luisa, La Calzada y San Jacinto. Otra vez Otto: el hombre de la luz también fue el de los tranvías «que andaban solos», calificados así por la prensa de la época.


Villa Chaboya fue la residencia famiar hasta su venta en el año 1984. / Modelo 3D de Villa Chaboya. Modelo: Conrado Engelhardt. Render: Txetxu Rubio

El alemán empezó a dejar de serlo, abrazando con fuerza a una Sevilla que parecía revelarse como horma a su zapato y donde la familia Engelhardt empezaba a ganarse el rango de institución. Otto dirigía compañías de éxito, y se empezaba a conocer su carácter afable y su privilegiado intelecto, con una irresistible chispa de humor: al tranvía que llegaba al cementerio le puso el número 13. Porque ni la flema ni la guasa emergen únicamente en los nacidos en Londres o Triana. Genio y figura. Su carisma y benevolencia le ganaron el favor de los dos extremos de la pirámide de estratos de los albores del siglo XX. Desde el Rey Alfonso XIII hasta los obreros, esa clase trabajadora bien dirigida por él. El monarca la concedió, ya en 1911, la medalla de Isabel la Católica por engalanar los tranvías para recaudar fondos para los heridos en la guerra con Marruecos, mientras que sus curritos le rindieron distintos homenajes, como un libro firmado por empleados de Sevillana en el que se puede leer tan amistosa leyenda: «Los conductores y cobradores de los tranvías eléctricos dedican a su digno director don Otto Engelhardt este insignificante recuerdo que pretenden sea expresión sincera y justa de la intensa gratitud que sienten». Obsequio que casualmente se conserva aún en la sede de Endesa, secuela de Sevillana, que además, -esto lo denuncia la familia-, parece haber olvidado que el señor Engelhardt fue su primer director y gran promotor.

Cónsul de paz

El fructuoso periplo de Otto por Sevilla empezaba a echar raíces, con visos de germinar en algo fuerte y grande. Las compañías prosperaban, el alemán sevillanizaba su acento, la estirpe disfrutaba de las bondades hispalenses y la fama ganada traspasó fronteras. A principios del nuevo siglo, el káiser alemán Guillermo II lo nombró cónsul honorario de Sevilla. Y lo anterior no era moco de pavo: Sevilla, por su situación estratégica, guardaba intereses para el capital al norte de los Pirineos. Desde las cercanas minas inglesas de la sierra de Huelva y parte del Corredor de la Plata, pasando por el Puerto, su cercanía a la colonizada África y con el reclamo de los florecientes negocios que los alemanes estaban haciendo con la electricidad. Se trataba de un atractivo enclave en el ámbito de los negocios para los teutones, aprovechándose de la débil economía local en un contexto de imperios coloniales, modernización y con el trasfondo del aroma de barullo e inestabilidad que ya corría por la vieja Europa, donde se vaticinaban movimientos de poder.


Ruth Engelhardt en su domicilio sevillano.

Engelhardt asumió el cargo con orgullo. Era 1903, y no llevaba ni una década en Sevilla cuando parecía situarse en una de las cimas hegemónicas de la ciudad. Solicitó un colegio alemán para la ciudad, para dar comodidad a la comunidad teutona. No fue concedido, pero su papel como cónsul fue clave en el pasaje antes narrado que evitó una más que segura participación española en la Primera Guerra Mundial. Pero la contienda bélica lo castigó al tenerse en cuenta su nacionalidad, no sus ideas. Tuvo que dimitir de sus cargos en Sevillana y los tranvías, dadas las presiones del sector aliadófilo, consulados británicos y franceses por delante, que llegaron a amenazar con cortar el suministro de carbón para la compañía eléctrica si no dejaba el cargo. Poco después, él mismo, y cuando ya había finalizado la Gran Guerra, en diciembre del 19, renunció al consulado, abriendo nuevas etapas en su vida. Su desencanto con Alemania era más que evidente, aún más, con los primeros compases de la renacida República de Weimar, el nuevo modelo de gobierno teutón del que Otto, pese a ser un republicano y demócrata convencido, recelaba, por albergar este a facciones aún muy conservadoras y herederas de la dominación imperial. Tanto es así que Engelhardt, hombre de ideas fijas y coherencia, llegó a devolver a Alemania todas las medallas y condecoraciones que había recibida por años de excelente servicio a su patria. Su desconexión teutona era un auténtico hecho.

Un hombre del Renacimiento

Pero la vida seguía. Y cómo no, esta tenía pintada en su futuro que sería en Sevilla, ciudad a la que los Engelhardt parecían haber jurado amor eterno. Juramentos en una vieja biblia de Lutero que la familia conservaba como reliquia histórica sin parangón, pese a que puede ser que fuera de credo judío. Se estableció en Villa Chaboya, y aquí hacemos un paréntesis para presentarles a Ruth Engelhardt, cuarta generación en Sevilla. Investigar sobre Villa Chaboya, una vieja casa en estado ruinoso de San Juan de Aznalfarache fue el motivo por el que hace unos meses contactamos con los descendientes de don Otto. Su bisnieta, Ruth, nos recibió en su casa de Hytasa, donde con detalle, más allá de los pormenores de la finca sanjuanera, nos narró las peripecias de su genial antepasado. Tenaz y preclara, Ruth pelea por preservar la memoria del mayor de los Engelhardt sevillanos, el patriarca de una saga ya tan hispalense como la que más, y dónde aún conviven, además del apellido, descendientes llamados Otto o Conrado.


Entrochado de la manga del uniforme de cónsul perteneciente a Otto Engelhardt.

Pero sigamos. Villa Chaboya fue el palacete que el ya excónsul alemán se construyó en la ladera del cerro de San Juan de Aznalfarache, de magníficas vistas a Sevilla capital y el río. Allí siguió forjando su figura, levantando un impresionante laboratorio farmacéutico, Sanavida, poco proclives por la época en Sevilla, y que comandado por el propio Otto fue responsable de medicamentos como Nervidin, Neocrom o Epivomin, para el tratamiento de la epilepsia, insomnio, vómitos embarazo y trastornos nerviosos. Visitado cada día por las musas, en Villa Chaboya ensanchó sus costuras de hombre del Renacimiento: escribía artículos e inventaba cachivaches, llegando a registrar cuatro patentes. A día de hoy, Villa Chaboya conserva el aroma de esplendor que tuvo. Así lo comprobamos cuando nos colamos para visitarla, acompañados de sus bisnietos Ruth y Conrado; y con Leonor de Bock, una señora muy simpática, descendiente de trabajadores de Sanavida y que no dudó en montarse en un autobús para merendarse decenas de kilómetros y así contribuir en este reportaje. Bucólica y sugerente, la villa desprende un halo de pena que provoca el desasosiego en la familia, testigos de cómo languidece y se destrona, si no lo está ya. Tras algunas vicisitudes, con pasajes de especulación urbanística de por medio, los Engelhardt luchan para que sea recuperada y se convierta en un espacio expositivo. Al menos, en San Juan sí se puede decir que hace años que recuerdan a este alemán portentoso, a quién dedicaron una bonita plaza cerca de su deliciosa casa.

Español ‘con papeles’ fusilado por Queipo

Los convulsos años 30 movieron aún más las entrañas del inquieto Otto. Asentado en su tercer reto sevillano –tras la modernización y el consulado– con el laboratorio y disfrutando de la brisa que regaba Villa Chaboya, la llegada de la República colmó su espíritu de hombre abierto y progresista. Tanto es así que solicitó la nacionalidad española, renegando oficialmente del origen alemán. No es que Engelhardt no fuera por aquel tiempo un sevillano de pro, que lo era, si no que ahora quería serlo con papeles. El eco de su adopción legal llegó hasta la prensa de la época, demostrándose el fervor que levantaba este hombre: «Los sevillanos saludan al nuevo compatriota español seguramente con cariño de todo corazón puesto que raramente un extranjero ha contado con tantas simpatías en Sevilla como las que se ha granjeado don Otto». Cultivó la narrativa, tanto en sus memorias como en artículos de El Liberal, periódico referencia en la ciudad dirigido por su amigo José Laguillo. Ahí llegaría a fardar de su nueva condición de español, por los cuatro costados: «¡Gracias a Dios que vivo ahora como ciudadano español, bajo la protección de un Gobierno que está tan lejos del fascismo como yo de Hitler y sus príncipes! No dejo de amar a mi Alemania y le deseo para ella de corazón que vengan pronto días felices sin Hitler, sin barones y príncipes; días republicanos de verdad y prósperos como merece el pacífico pueblo alemán».


Concesión de Caballero de la Orden de Isabel la Católica por el rey Alfonso XIII a Otto Engelhardt.

Sus correrías con la pluma llamaron la atención del mismísimo Führer. Espías nazis, coordinados por el cónsul de Hitler en Sevilla, Gustav Draeger, monitorizaron al bueno de Otto, que sin embargo, no se cortaba un pelo a la hora de atizar al autoritarismo hitleriano y a avisar sobre sus intenciones, de forma muy atinada a tenor de lo que a posteriori vino. Otto no se achantaba y mandaba cartas a Draeger conminándolo a dejar de amenazarle, así como encendidos artículos en prensa en los que criticaba duramente a Hitler. Tanto es así que llegó a colocar en Villa Chaboya la bandera alemana anterior al nazismo, negra, roja y gualda, considerándose como una enorme afrenta para los adeptos hitlerianos.

El terror nazi, con su variante fascista en España, harían pagar con creces su convencimiento pacifista y su desparpajo y valentía a la hora de atacar –con la palabra– a los autoritarismos. En el 36, tras el levantamiento militar que deparó en Guerra Civil, era uno de los señalados por los militares rebeldes, que fueron a buscarlo desde que se hicieron con el control. Engelhardt tenía entonces 70 años y estaba enfermo, ingresado por una flebitis en el antiguo Hospital de las Cinco Llagas. Curiosamente, en lo que hoy es el actual Parlamento de Andalucía, figuraba una placa dedicada en su honor por las aportaciones que realizó a la institución sanitaria.

Solo saldría del hospital para ser fusilado, siéndole aplicado el bando de guerra el 14 de septiembre del 36. Su hijo Conrado fue a recoger los pocos efectos personales que llevaba consigo en la Delegación de Orden Público de la calle Jesús del Gran Poder, donde también le endosaron amenazas de muerte a él y al resto de su familia si no cejaban en el empeño que había mostrado su padre. Posteriormente tuvieron que soportar que la Legión Cóndor alemana ocupara su casa, Villa Chaboya, durante la campaña de apoyo al ejército sublevado en Sevilla.


Villa Chaboya disponia enfrente de un pequeño huerto/ Archivo familia Engelhardt

82 años después, los Engelhdart conocen al dedillo la historia de su antepasado. Orgullosos de sus méritos y valentía, los aflige el derrumbe progresivo de Villa Chaboya y sobre todo, el hecho de que aún no hayan podido dar sepultura al cuerpo del bondadoso Otto. Es posible que como muchos otros, fuera arrojado a la fosa común de Pico Reja, en el cementerio hispalense. Por las ironías que tiene la vida, su verdugo directo, Queipo de Llano –quién firmara el bando de guerra que le dio café–, descansa con honores en el templo cristiano más insigne y conocido de la urbe por detrás de la Catedral –La Macarena–. Otto Engelhardt, quién tanto hizo por Sevilla, ha esperado década para recibir un mínimo homenaje. Pero como nunca es tarde si la dicha es buena, es una magnífica noticia el hecho de que acabe de recibir una calle, inaugurada el pasado 12 de julio. Lástima que el descubrimiento del azulejo no mereció la presencia de representantes institucionales de la capital, ni del consulado. Ni siquiera de la extinta Sevillana –ahora Endesa– o los tranvías de Sevilla. La coqueta calle de Otto Engelhardt se levanta junto a los Juzgados, quizás con la soterrada –otra ironía– intención que al estar junto a la Justicia, esta haga acto de presencia y la capital hispalense recuerde con más ahínco y entusiasmo a uno de sus más insignes parroquianos. Y que de paso, esta misma equidad aterrice para sacar de la Macarena al militar que lo asesinó. Porque realmente, hay dos tipos de personas: los que merecen una calle –y todos los honores– y los que se han ganado a pulso que se las quiten para acabar condenados en la ignominia más merecida.